Una mañana,
en Madrid y hace ya varios años, presencié una escena a la que creo haberme ya
referido en otra ocasión, en esta misma página: un fulano con muy mala pinta,
evidentemente empastillado hasta las trancas, amenazaba a los transeúntes con
un cuchillo de notables dimensiones. Mariconas, decía. Que voy a daros a tós pa
dentro, mariconas. Frente a él había dos policías nacionales de uniforme, fuska
en mano, intimándolo, dicho sea en lenguaje administrativo, a deponer su
actitud. Pero el otro no sólo no la deponía, sino que insultaba a los policías
y a los transeúntes y amagaba dar tajos con el cuchillo. Mariconas, etcétera.
Los maderos se miraban entre ellos, como diciendo qué carajo hacemos, colega, y
ninguno se decidía a meterle en el cuerpo a aquel pájaro un balazo que lo
dejara seco. Sabían la ruina que les caería encima como apretaran el gatillo. Y
claro. Consciente del asunto pese al colocón que llevaba, el fulano del baldeo,
tras amenazar un poquito más, salió corriendo de pronto como un cohete, seguro
de que nadie lo iba a parar en serio. Los dos policías corrieron detrás,
desaparecieron los tres de mi vista, y no sé en qué acabó la cosa, pues al día
siguiente no leí nada en los periódicos. Supongo que no lo pillaron. O sí,
cualquiera sabe. Pero recuerdo muy bien lo que me quedé pensando: para nada
quisiera estar en la piel de esos dos pringados. De esos dos policías.
Me acordé
ayer de eso, varios años después, al enterarme de que el Tribunal Supremo acaba
de absolver a un guardia civil que en 2009 –estamos en 2016– mató de tres
disparos, al término de una accidentada peripecia automovilística, a un fulano
al que él y sus colegas picoletos habían estado persiguiendo a toda leche, con
los pirulos azules destellando y las sirenas haciendo pi-po, pi-po, por las
provincias de Ávila, Toledo y Madrid, después de que el pavo se saltara un
control policial y provocase varios accidentes en su fuga, y para acabar la
fiesta intentara rematar en el suelo, atropellándolo por segunda vez, a un agente
que estaba herido. Cosa que impidió el compañero del atropellado, soltándole
cuatro tiros al malo, de los que tres hicieron blanco y se lo llevaron
directamente al otro barrio.
Siete años,
oigan. Se dice pronto. Ante ese caso clarísimo, probado con todas las de la
ley, o sea, que dio matarile a un elemento peligroso en defensa de la vida de
un compañero, el picoleto de los tiros ha estado judicialmente empapelado
durante siete años, nada menos. Los cuatro primeros como imputado, lo que
significa que durante ese tiempo su vida profesional estuvo estancada, sin
posibilidad de ascensos ni recompensas. Luego, el calvario de recursos,
contrarrecursos y citas judiciales, que le costaron un año y medio de baja por
depresión, y el resto de zozobras, abogados, informes periciales y puñetas
administrativas durante las que jueces de diversas instancias, hasta llegar al
Supremo, anduvieron dilucidando si impedir que atropellen por segunda vez a un
guardia civil es legítima defensa o agresión fascista, si los disparos se
hicieron desde tal o cual distancia, si el vehículo tenía metida la primera o
la segunda marcha, o si -lo que convertiría el acto de liquidar al malo en
descarado abuso policial- éste había sido diagnosticado con anterioridad de
trastorno bipolar, y en el momento de la persecución y el atropello sufría un
lamentable brote psicótico. La criatura.
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