Pues eso. Resulta que mi amigo Manolo leyó ayer que los
príncipes de Disney, los guaperas que besaron a Blancanieves y a la Bella
Durmiente para despertarlas del sueño mágico, eran unos agresores sexuales de
tomo y lomo. Leyó eso, como digo, conclusión extraída por una profesora de no
sé qué universidad –la de Osaka, me parece– y comprendió, el infeliz, que
engañado había vivido hasta hoy, Sancho. Porque el principito que besa a una
principita encantada no lo hace, como él creía, para liberarla del maleficio,
sino porque es hombre y como tal no puede tener buenas intenciones; y porque,
por mucho que se tire el pegote de salvarla, en el fondo lo que quiere es
pillar cacho. Y además, el fin no justifica los medios.
Porque a ver, razonemos. Como la moza está dormida, no hay
manera de que dé su consentimiento. Y eso sitúa ante un imposible metafísico:
sin consentimiento previo, nadie puede besar. Así que es preferible que el
príncipe vaya a mamarla a Parla, y nadie bese a la moza, y ésta siga dormida
hasta dar un consentimiento que sólo puede dar despierta. Pues que ronque y se
fastidie, oyes. Haberte comido un plátano en vez de una manzana, guapi. Porque,
bien mirado, ser felices y yantar perdices, por bonito que suene, no puede lograrse
a costa de una agresión sexual. Ese beso robado y todo el cuento en general,
dice la profesora, son una incitación directa a la violencia sexual, hasta el
punto de que relatos como ese, o sea, casi todos, son perniciosos para los
niños y deberían prohibirse en la escuela, en el cine y en todas partes. O sea,
quemarlos.
Y así, con ese mal rollo en la cabeza, se acostó Manolo anoche y
se despierta de madrugada junto a ese pedazo de señora con la que tiene la
suerte de compartir lecho estos días, o estos años, o toda la vida, según de
qué Manolo se trate. Y como hay algo de luz que entra por la ventana, se la
queda mirando mientras la oye respirar y piensa que nunca está tan guapa como a
estas horas, dormida, tibia, con esa carne estupenda relajada y cálida, el pelo
revuelto en la almohada, la boca entreabierta. Para comérsela, o sea. Sin
pelar. Y, bueno, como Manolo es fulano de normal constitución y gustos
clásicos, siente el estímulo lógico en tales casos, y la carne, por decirlo de
un modo perifrástico, reclama lo natural –todavía no han logrado convencerlo,
aunque todo llegará, de que tampoco eso es natural–. Así que se dispone a
besarla. Pero de pronto se acuerda de Blancanieves, la Bella Durmiente y la
profesora de Osaka y piensa: la cagaste, Burlancaster.
El caso es que Manolo inspira hondo, se levanta de la cama y se
debate con su conciencia en pijama y descalzo por el dormitorio –a riesgo de
agarrar una neumonía–. Mira, duda, vuelve a mirar esa estupenda forma de mujer
bajo la colcha, y vuelve a dar otra vuelta blasfemando en arameo. No puedo ser
tan miserable, se reprocha. No puedo arrimar candela por las buenas. Tengo que
despertarla antes, para que no sea agresión sexual no consentida. Hola, mi
amor, buenos días. ¿Te apetece que te haga un homenaje, y viceversa? ¿No te
sentirás violentada en tu libertad? ¿Y en tu igualdad? ¿Y en tu fraternidad?
La verdad es que no lo ve claro. Ni de coña. La profesora de Osaka lo ha
hecho polvo. La bella durmiente sigue dormida, y a lo mejor hasta despertarla
sin beso, tocándole un hombro, también es agresión sexual. Atenta contra su
libertad de dormir cuanto le salga del chichi. Manolo se ve, o sea, como los
babosos príncipes de los cuentos. Fuma un pitillo para tranquilizarse, vuelve a
pasear por la habitación –la neumonía está a punto de caramelo–, se para de
nuevo a mirarla. La verdad es que está guapa que se rompe, piensa. Se acerca
con cautela y la destapa un poco. El camisón de seda se ha movido y se le ve
una teta –o como se diga ahora– preciosa, espléndida, gloriosa. La carne
pecadora acucia a Manolo de nuevo. Pero se acuerda otra vez de la de Osaka, así
que, en un acto de voluntad admirable, va al cuarto de baño y se da una ducha
fría, por no hacerse otra cosa. Sale tiritando, se pone otra vez el pijama y se
mete en la cama, orgulloso de sí mismo. Pero como está aterido y ella sigue
tibia que te mueres, se pega a su cuerpo cálido. Entonces ella se vuelve hacia
él, dormida aún, y a tientas, en sueños todavía, le pone una mano en plena
bisectriz y murmura «cariño». Y, bueno. Manolo ignora si está soñando con él o
con George Clooney, pero le da igual. Porque ese es el momento exacto en que a
la profesora de Osaka le dan mucho por el sake.
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