La historia de hoy es una historia de
resistencia y de gloria. Una historia de gente que no se rinde. De padres y
niños dispuestos a vender cara su piel. Y no se trata de buscar en el pasado:
ocurrió hace sólo unos días en un colegio argentino; pero si imaginan ustedes
otro lugar, personajes y asunto, podría ocurrir en cualquier sitio.
Especialmente –y por eso me detengo en ello– también en España. En estos
tiempos grises en que cualquier independencia intelectual es aplastada desde la
escuela, cuando lo que se busca es igualar a todos los críos en la mediocridad
penalizando la brillantez y la inteligencia, la de la niña que ama a Aquiles me
parece una historia ejemplar. Me enteré de ella hace poco, por casualidad, y
busqué ponerme en contacto con el padre. Lo conseguí ayer mismo. Y como me lo
contó, lo cuento.
Tiene casi cinco años y la llamaremos
Helena. Con hache. Sus padres son muy aficionados a la historia antigua de Grecia,
y la niña ha crecido familiarizada con los mitos clásicos. Por supuesto, se
trata de una criatura normal: juega con otros niños, ve dibujos animados en la
tele y cosas así. Lo que pasa es que, además, sus padres le leen cuentos
mitológicos y homéricos antes de dormir, ve fotos de paisajes helénicos, conoce
palabras del griego antiguo y los nombres de los dioses del Olimpo, y está
familiarizada con los héroes de la guerra de Troya, Teseo y el Minotauro, los
trabajos de Hércules, Ulises, los Argonautas y todo el formidable repertorio,
fascinante para un niño, que ofrece la cultura clásica. Por otra parte, Helena
tiene unos padres responsables que cuando le cuentan esas historias procuran
suavizarlas, volviéndolas adecuadas para una niña de su edad. Y en esos días de
fiesta en que los críos se disfrazan, he visto fotos suyas orgullosamente
vestida de hoplita griego, con casco, escudo y lanza fabricados con cartón y
papel dorado.
El primer problema surgió en el
colegio, cuando los niños empezaron las clases de inglés con números y nombres
de animales. A Helena no se le daba bien contar en inglés, pero conocía los
números del uno al siete en griego clásico. Y como todos los críos ansiosos de
expresar en clase lo que saben, cuando se le preguntaba respondía con palabras
griegas que la maestra no entendía. El asunto empeoró en clase de expresión,
cuando al preguntar a los niños qué dibujo animado les gustaba más o qué
personaje de Marvel era su favorito, Helena dijo que su héroe preferido era
Aquiles. «¿Un personaje de dibujos que no conozco?», preguntó la maestra. «No,
señora –respondió Helena–. Aquiles, el que luchó en Troya». Quiso saber la
docente cómo una niña de cuatro años conocía a Aquiles, y ella respondió que se
lo había contado su papá. La maestra fue a decírselo a la directora del centro,
concluyendo ambas que seguramente la niña había visto la película Troya, ésa
de Brad Pitt, con escenas sangrientas y de sexo que los menores no debían ver.
De modo que citaron a sus padres con urgencia.
La reunión con la directora, que en
otros tiempos habría sido aclaratoria, fue la previsible en esta época de
gilipollez y de cogérsela con papel de fumar. El padre lo explicó todo con
naturalidad y ahí debió quedar el asunto, pero la directora tenía ideas propias
sobre la formación humanística a los cuatro años. Demasiado pronto para eso,
sostenía. Además, «su hija no debe consumir mitología griega porque cuenta
historias violentas que jamás existieron y pueden confundir a la niña». Dijo
eso y algunas cosas más, como «los mitos no dejan enseñanzas prácticas», «el
griego clásico es una lengua muerta y no le servirá a su hija en el futuro» y
acabó señalando el peligro de convertir a Helena en una marginal entre sus
compañeras «normales», más familiarizadas con La Patrulla Canina y Mi Pequeño
Pony.
El padre de Helena escuchó todo aquello en silencio. Y cuando
hubo acabado la directora, dijo en lenguaje rigurosamente laconio: «Se
necesitan dos años para aprender a hablar, pero sesenta para aprender a
callar». Después se puso en pie y añadió: «Si vuelve a citarme por estas cosas,
saco a mi hija del colegio y le pongo una demanda de proporciones homéricas». Y
regresó a su casa, donde aquella misma noche le contó a Helena la historia de
los trescientos espartanos que murieron en las Termópilas, peleando frente a un
ejército inmenso, por defender la civilización occidental. Y a la mañana
siguiente, como de costumbre, la llevó al colegio, saludó a la maestra y se fue
al trabajo como cualquier otro día.
(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 06 de mayo de 2019)
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