Lo conozco desde hace muchos años, siete u ocho por lo menos, un día en el que pasé por su lado y lo vi de pie junto a sus habituales cartones cerca de la Plaza Mayor de Madrid, interrogando a la gente que pasaba. Me han quitado a mi perro, decía angustiado. Lo dejé aquí para ir ahí enfrente, y ya no está. Alguien se lo ha llevado. Y lo tengo con vacunas y con todo en regla. Su zozobra era auténtica, sincera, así que me detuve e hice lo que pude por ayudarlo. Preguntamos por la zona, hablé con unos guardias municipales. Después tuve que irme, tras intentar tranquilizarlo. Ya verá como aparece, le dije. Si lo hubieran atropellado, se sabría. Seguro que está por ahí cerca, rondando a alguna perra, o viviendo un poco su vida. Y los guardias han prometido ocuparse de eso. Me fui sin poder olvidar su gesto desesperado, ni sus últimas palabras: «Es mi compañero, no podré dormir hasta que lo encuentre». Volví a pasar por allí dos o tres días después, y el perro -un chucho negro, grande y apacible- estaba allí con él, como si tal cosa. «Lo trajeron los guindillas -dijo-. Se lo había llevado un hijo de puta».
En los
últimos tiempos estuve una temporada sin verlo por allí. Ni perro, ni nada.
Desaparecido. Me extrañó, después de tantos años. Pensé que había cambiado de
sitio, o de ciudad. Y lo eché de menos, pues aquel lugar de la calle no era el
mismo sin él. Hasta que al fin, hace pocos días, una tarde a última hora, yendo
a cenar a la Taberna del Capitán Alatriste de mi amigo Félix Colomo, lo vi de
nuevo. El mendigo estaba de nuevo en el sitio de siempre, leyendo sentado sobre
cartones con las piernas cruzadas y el perro lamiéndole una mano a lengüetazos.
Me paré a saludarlo, gratamente sorprendido. Se puso en pie y charlamos un
rato. Había estado de viaje, dijo. Cosas de familia. No quise indagar, por
miedo a ser indiscreto; pero él, tras pensarlo un poco, dijo: «Fui a ver a mi
hija». Debió de verme cara de sorpresa, porque tras un silencio añadió. «Hacía
muchos años que no la veía, y ahora ha cumplido los dieciocho». Lo dijo de una
forma extraña, casi confidencial, con un eco de ternura que nunca le había yo
advertido en la voz. Y qué tal fue el encuentro, pregunté. Se quedó callado
otro instante. «Salió bien -dijo al fin-. Mejor de lo que pensaba, porque la
verdad es que fui con miedo. Me gasté lo poco que tenía, pero valió la pena». Y
entonces, tras una breve indecisión, sacó una cartera mugrienta, y de ella una
fotografía que puso en mis manos: una chica jovencita con la cabeza apoyada en
el hombro de un individuo al que apenas reconocí: afeitado, limpio, con el pelo
peinado hacia atrás, una camisa bien planchada y en la boca una sonrisa que
nunca le había visto antes. La del hombre que fue, supuse; la del que por unos
días había vuelto a ser junto a su hija. «Es guapísima», comenté, devolviéndole
la foto. Y él asintió sereno, orgulloso, mientras volvía a guardarla en la
cartera.
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