Que tus
manos no respondan cuando hace un frío que pela y casi se vuelvan "de
gacha" tiene una explicación científica: aunque al final de nuestro
antebrazo contemos con dos instrumentos mecánicos naturales de eficiencia
envidiable, sus capacidades dependen en gran medida de la temperatura exterior.
Nuestras
habilidades para manejar objetos dependen en gran medida de la temperatura. Así
se demostró en experimentos con trabajadores que desarrollan su labor en
entornos fríos, por ejemplo empaquetando carnes y pescados, gracias a la
investigación de un grupo de científicos de la Universidad Nacional de Taiwan.
Estos
investigadores calcularon que cuando la temperatura ambiental cae a 11 ºC, la destreza manual se reduce
hasta un 55%. Y que los dedos son los que más se enfrían, perdiendo no sólo
agilidad, sino también sensibilidad táctil. La investigación reveló también
que, a esta temperatura, se nos dan peor las tareas que requieren destreza
bruta -como enroscar una tuerca- que las que exigen destreza fina -como pinchar
con un alfiler-. Eso y también que la fuerza a la hora de agarrar o sostener
cosas se reduce un 12% después de 40 minutos expuestos al frío.
Otro estudio reciente realizado por
ingenieros de Hong Kong confirmaba esa pérdida de destreza por la bajada de
temperatura y añadía otro efecto: la velocidad de reacción de las manos
disminuye cuando el mercurio desciende hasta 10ºC o menos. Dicho de otro modo,
tardamos más en pulsar un botón con frío que en un entorno caldeado.
La
importancia del hallazgo
Lejos
de ser un asunto baladí, la torpeza a consecuencia del frío podría aumentar el
número de accidentes laborales entre quienes trabajan durante el invierno con
maquinaria, así como en los equipos militares y científicos que se desplazan
hasta el Ártico o la Antártida, como advertían los autores del estudio.
La
explicación es muy sencilla. Por un lado, cuando hace frío, los vasos
sanguíneos de las manos se contraen y llega menos sangre -y por lo tanto menos
oxígeno- no sólo a los pies y a las manos, sino a toda la piel. Esta medida
evita que el calor corporal se pierda y que la sangre se enfríe, paliando una
posible catástrofe. Pero también contribuye a que seamos más patosos en
invierno.
A esto
se le suma que cuando los músculos se quedan fríos no sólo reciben menos
oxígeno, sino que además se reduce la capacidad de contracción de sus fibras. Y
que, como la bajada de temperatura también aumenta la viscosidad del líquido
sinovial de las articulaciones, la muñeca y las articulaciones de los dedos se
vuelven más rígidas, igual que les sucede a los tobillos y a las rodillas.
Lo que
también puede venirse a menos en la estación fría es la capacidad del cerebro
de realizar tareas con atención sostenida. De acuerdo con un estudio belga del que se hacía eco la revista 'PNAS',
es en el solsticio de invierno cuando a la sesera -el tálamo y el hipocampo, en concreto- se le da peor concentrarse de forma
selectiva y mantenida en una tarea. Justo lo contrario que sucede en verano.
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