Las investigaciones de
Naomi Eisenberger, psicóloga en la Universidad de California, sacaron a
la luz que hay un gen (OPRM1) cuya mutación modifica la recepción de los
opioides, es decir, que nos hace más propensos a la depresión.
Eisenberger diseñó un
experimento con voluntarios que tomaban parte en un juego de computadora llamado
Cyberball, mientras se les examinaba el cerebro con un equipo de
resonancia magnética.
Tal y como explica la
investigadora
Cuando la gente se
sentía excluida, veíamos actividad en la porción dorsal de la corteza cingulada
anterior, la región neural involucrada en el componente ‘de sufrimiento’ del
dolor. Las personas que se sentían más rechazadas eran las que tenían mayor
nivel de actividad en esta región.
En otras palabras, el
sentimiento de exclusión provocaba el mismo tipo de reacción en el cerebro que
la que podría causar un dolor físico. Y también se sabe que las personas que
sufren más rechazo social padecen más inflamaciones. La hipótesis de Matthew
Lieberman, quien colaboró con Eisenberger la investigación, es que los
seres humanos, al evolucionar, crearon este vínculo en el cerebro entre la
conexión social y el malestar físico, “porque, para un mamífero, estar
socialmente conectado con quienes lo cuidan es necesario para su
supervivencia”.
Simultáneamente, los
portadores de esta “versión” del gen son más sensibles al dolor físico y
también necesitan de mayor dosis de morfina para paliar las molestias tras una
operación. Esto evidencia la fuerte conexión entre el dolor físico y el
emocional.
Tomando historiales clínicos de personas que sufren de
dolor crónico se ha comprobado que muchas de ellas habían sufrido situaciones
traumáticas en la infancia. Se sugiere así que los disgustos amplifican la
señal de alerta y ponen a trabajar la “red del dolor” hasta dejarla
permanentemente encendida.
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