viernes, 24 de septiembre de 2021

Fabricando misóginos

Me lo cuenta el padre, que es amigo mío. Y me lo cuenta preocupado. Escríbelo tú que puedes, dice. Porque para estar preocupado no le falta razón. Su hijo, al que llamaremos Pedro, o Pedrito, tiene doce años. Es un crío vivo y listo, rápido de cabeza, honrado, buen estudiante. De los que dicen buenos días, gracias y por favor. Además, le gusta leer libros y ver películas viejas con sus padres. Un chico, en fin, de ésos que vamos a necesitar mucho como adultos dentro de unos años: los que levantan la mano en clase, hacen sus propias preguntas y no se dejan comer el tarro, o no demasiado para los tiempos que corren, por el grupo ni la tendencia. Un niño como Dios manda. Todo iba bien hasta el curso pasado, dice el padre. Obediente, educado, buenas notas. Así era Pedrito. Todo iba de perlas hasta que se cruzó el azar, reforzado por la estupidez humana. Y lo hizo en forma de niña. El suyo es un colegio mixto, de una ciudad grande: Valencia, para ser exactos. Unos treinta críos en clase, entre ellos y ellas. Convivencia normal, respeto mutuo, etcétera. Todo según los cánones actuales. Formado en el respeto a las niñas y la igualdad, Pedrito era de los que no pasaban por alto un comentario supuestamente machista, una frase hecha, un lugar común. Valoraba al otro sexo porque había sido educado para ello por sus padres y profesores. En esa materia era puntilloso, implacable como un gendarme prusiano. Sin embargo, llegó el día fatal. El incidente. Ni siquiera fue en el colegio, señala amargo el padre. Fue en la calle, a la salida, cuando Pedrito y un grupo de niños y niñas charlaban esperando el autobús. Críos de doce años, repitámoslo. Surgió una discusión sobre los motivos de cada cual para ser delegado de clase, y en un momento determinado, sin que mediase acto previo ni provocación especial por parte de Pedrito, una niña –de carácter difícil, que ya había protagonizado otros incidentes en clase– le dio una bofetada. A ella la llamaremos Lucía. Al recibir el golpe, la reacción del chico fue automática: devolvió la bofetada. Todo acabó allí, al menos en esa fase del asunto. Llegó el autobús, fuéronse todos y no hubo más. Aparente final, de momento. Pero de final, nada. Sólo era el principio. Al día siguiente, en el colegio, consejo de guerra: vista disciplinaria sumarísima por parte de los profesores. Los padres de la niña se habían quejado; y el colegio, sin escuchar a nadie más, comunicó por teléfono a los de Pedrito que su hijo quedaba suspendido durante dos semanas por agredir a una compañera. Los padres del chico no se tragaron el asunto tal cual, le preguntaron a él, hicieron llamadas telefónicas, lo interrogaron, preguntaron a los otros niños, acudieron al colegio exigiendo igualdad de trato. De ese modo lograron que se escuchase a los demás testigos y también a Pedrito, que compareció al fin para dar su versión ante los profesores, con la calma de quien tiene la conciencia tranquila. No negó en absoluto el hecho, asumió su parte de responsabilidad, confesó que fue la reacción instintiva a un golpe dado por Lucía, y con la honrada convicción de quien todavía no ha sido estropeado por la mierda de sociedad en la que vive y va a vivir, dijo: «Me pegó y le pegué sin pensarlo, es verdad. Nada más. Castigadme si lo hice mal, pero también ella lo hizo, y además me pegó primero. Así que castigadla también a ella. ¿No decís que los chicos y las chicas somos iguales?». De nada, o de poco, sirvió el argumento. Reunido el consejo escolar, dictó sentencia final: Pedrito, suspendido una semana y nota negativa en su expediente. Lucía, absuelta de todo y tan tranquila, segura en adelante de su poder y su impunidad. Pero lo más grave, cuenta el padre, fue cuando el niño conoció la sentencia. Lo que dijo referido a sus profesores y también a sus padres: «Es injusto, me habéis estado engañando con eso de las chicas». No añadió nada más, y desde entonces no ha vuelto a comentar el asunto, como si quisiera borrarlo de su cabeza. Pero he notado algo, señala el padre. Y no me gusta. Ahora, cuando estamos viendo la televisión y hay una escena de reivindicación feminista, alguien defiende los derechos de la mujer o habla de igualdad o algo parecido, no falla: cada vez, Pedrito, impasible el rostro, cambia de canal si tiene el mando automático en las manos. Y si no, se levanta y sale de la habitación con el pretexto de beber un vaso de agua, hacer pipí, sacar al perro al jardín. Al cabo de un par de minutos regresa, mira de reojo la tele y se sienta de nuevo, imperturbable, silencioso. Y a su madre y a mí, dice el padre, nos llevan los diablos. (Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 20 de septiembre de 2021)

viernes, 2 de octubre de 2020

Ofendidos del mundo, uníos

Según el ministerio de Igualdad del Gobierno de España, mirar a una mujer de modo lascivo –propensión a los deleites carnales, según el diccionario de la Academia–, aunque no abra uno la boca, también es ejercer violencia contra ella. Por eso no suena extraño que 11.688.411 españolas mayores de 16 años, según la asombrosamente precisa cifra que maneja el citado ministerio, se hayan sentido víctimas de acoso sexual en algún momento. Una verdadera hecatombe (hecatombe significa matar cien bueyes; no dirán las ultrafeministas propensas a ofenderse que no lo pongo fácil). Y me atrevería a decir, incluso, que con esa cantidad de mujeres violentadas el ministerio de Igualdad se queda corto. Para mí que son muchas más. Que levante la mano la que alguna vez no se haya sentido mirada con lascivia. O más de una vez. A los varones, como es bien sabido, no los mira lascivamente nadie en absoluto. La lascivia es cosa de hombres. Coincide el asunto con que estoy leyendo un libro interesante, El síndrome Woody Allen, escrito por Edu Galán, uno de mis más leales amigos –hay amigos que son una verdadera cruz, pero en este caso la cruz es llevadera–. Edu, que dispara a nuestras líneas de flotación ese salvaje torpedo que es la revista Mongolia, además de satírico y comunicador sin respeto por lo divino ni lo humano, es un fulano de alta formación, psicólogo y crítico cultural, partidario de la agitación inteligente. Dicho para no confundirnos, un tipo de izquierdas con sólida base intelectual, lúcido, crítico, comprometido y valiente, con el que se puede estar de acuerdo en unas cosas sí y en otras no; pero a quien no es posible confundir, nunca, con esa otra izquierda elemental y analfabeta, por desgracia la más visible, que se mueve a base de simplezas, tuiteos y lugares comunes en la vida política y las redes sociales de esta España tan pródiga en cantamañanas, idiotas y payasos. En su libro sobre por qué Woody Allen ha pasado en diez años de ser admirado maestro cinematográfico a execrable apestado y artista prohibido, Edu plantea puntos dignos de reflexión sobre el infantilismo maniqueo, la fiebre neopuritana y políticamente correcta en que se sumen la democracia, la sociedad y la cultura occidentales, o lo que va quedando de ellas. Una de sus frases, citando a Daniele Giglioli, resume bien el asunto: «La víctima es el héroe de nuestro tiempo». Y añade: «No soporto la estupidez buenista, que es de una maldad incalculable. Las redes sociales nos han dado la posibilidad de delatar, reforzar la ortodoxia y ser aplaudidos por ello. La izquierda es paternalista e infantil. Yo querría una izquierda inteligente, culta, retadora, alejada de esta izquierda psicologicista y boba». Es lo que Edu afirma, y tiene razón. Pero no se trata sólo de la izquierda. A falta de argumentos intelectuales serios, echando las redes en los caladeros de lo elemental y fácil, toda la sociedad occidental se sume en una simpleza sin precedentes en sus treinta siglos de memoria. Por muy complejo que sea, nada escapa a la aplicación de ortodoxias de nuevo cuño, propagadas como pandemias a través de las redes sociales: vida cotidiana, historia, arte, cultura. Todo debe ser contemplado ahora con la nueva óptica, y cuando escapa a ella es atacado, exterminado. No se tolera la libertad de pensamiento ni la expresión pública de ésta, convertida en crimen social. Se exige sumisión a un nuevo canon moral de un infantilismo y simpleza aterradores. Se habla de cordones sanitarios, de espacios seguros. Las universidades, antaño motor del pensamiento, se han convertido en sanedrines de corrección política donde se reemplaza la razón por la emoción y el debate por la ignorancia, con alumnos felices de cantar a coro y profesores acojonados o cómplices. De ese modo, la represión contra los espíritus libres es implacable. Nunca se masacró a la disidencia con tanta saña ni con tantos medios. Si el mundo fue primero de los brutos, luego de los ricos y después de los rencorosos inteligentes, hoy pertenece a los ofendidos y a los grupos de presión que los controlan. Mostrarse ofendido es garantía de integración social. ¿Quién va a resistirse, cuando hace tanto frío fuera? Todavía queda, naturalmente, quien se ofende y quien no; pero para eso están las líneas rojas y los que se atribuyen autoridad para establecerlas. En realidad siempre hubo dictadores –obispos, ayatolás, espadones–, pero antes lo eran tras imponerse con las armas, la religión o el dinero. Ahora lo hacen con los votos de una sociedad que los aplaude y apoya. Pobre de quien se atreva a contradecirlos; a no ofenderse como es la nueva obligación. Tenemos, a fin de cuentas, los amos que deseamos tener: fanáticos y oportunistas respaldados por el pensamiento infantil de millones de imbéciles. (Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 27 de septiembre de 2020)

miércoles, 26 de agosto de 2020

No vimos bastantes muertos

Una de las lecciones que aprendí en los veintiún años que pasé pateando la geografía de las catástrofes, es que donde no hay foto, donde no hay imagen que mostrar, no hay reacción. Si no enseñas, no conmueves; y además, la gente cree que el drama no va con ella, o que ocurre demasiado lejos como para preocuparse, o que eludir la realidad la pone a salvo. Sobre eso y otras cosas relacionadas escribí hace tiempo una novela titulada El pintor de batallas, quizá la más personal y descarnada de cuantas he escrito en estos treinta años, pues tiene poco de ficción y mucho de realidad. Recuerdos, remordimientos y fantasmas personales. Ocurrió muchas veces cuando era reportero: la lucha diaria, crónica a crónica, telediario a telediario, entre los que estábamos allí, donde fuera, queriendo mostrar el horror para sacudir conciencias y provocar reacciones, y la censura de ciertos jefes empeñados en que no fuésemos demasiado explícitos en lo que mostrábamos. Sangre, pero no demasiada. Muertos, pero pocos y de lejos. No hiramos sensibilidades, decían. No seamos morbosos, etcétera. No le estropeemos la negociación a Javier Solana, el pacificador de Europa, porque hoy le toca besarse en la boca con Radovan Karadžić. Y aquellas maneras de hace tres o cuatro décadas condujeron a hoy, cuando sale un presentador o presentadora de telediario con cara muy seria, dice gravemente «les advertimos de que van a ver imágenes muy duras», y acto seguido, en una información sobre el zambombazo de Beirut, te enseñan una manchita de sangre en el suelo, una señora llorando y un par de féretros a lo lejos. Los muy imbéciles. Ha vuelto a ocurrir, y seguirá ocurriendo. Durante los meses de pandemia que llevamos en el currículum, el horror ha galopado a lo largo y ancho del mundo, España incluida, y supongo que seguirá haciéndolo durante un tiempo más –el día que me alcance a mí se darán cuenta, porque escribiré en Twitter Váyanse todos a la mierda–. Sin embargo, las imágenes cercanas de ese horror nos han sido cuidadosamente ahorradas por las autoridades encargadas de que durmamos bien por las noches, no nos angustiemos demasiado, no nos turben imágenes demasiado duras en los periódicos ni los telediarios, hasta el punto de que una fotografía de prensa que mostraba ataúdes fue muy criticada en las redes sociales, por desconsiderada y morbosa. Y eso ya no fue el gobierno, sino el público soberano. O sea, que no es sólo que el presidente Sánchez, el ministro de Sanidad y su fiable portavoz Simón nos hayan estado vendiendo por dosis una normalidad y una seguridad que no eran tales, sino que tenían mucha razón al hacerlo, pues lo que la peña deseaba oír era precisamente eso. Que todo estaba bajo control y que era cosa de cuatro días. Todo lo demás se quedó fuera: fotos que no hemos visto de los ancianos que morían solos en residencias, dolor de familias enterrando a familiares de los que no podían despedirse, rostros enfermos y agonizantes, lágrimas de esa vecina mía que en dos semanas perdió a su marido, a sus padres y se vio ella misma con su hija en un hospital. Los cuerpos amontonados en las morgues, la desesperación, la angustia, la muerte de cerca y en directo. Los resultados de la vida, en fin, cuando la naturaleza, que no tiene sentimientos, se muestra despiadada y mortal. Todo eso nos lo han escamoteado, ocultado a petición propia; y en su lugar hemos tenido a docenas de políticos contándonos su puta vida en lugar de la verdad, empresarios perjudicados, médicos y enfermeras ensalzados como héroes pero al mismo tiempo amordazados para que no gritasen su horror y desesperación, viudas y huérfanos filmados de lejos para que las lágrimas no salpicasen la lente de la cámara ni se oyeran sus gritos de dolor o cólera. Hemos aplicado a todo eso los filtros sociales de rigor, con el resultado de que cientos de miles de personas han creído que esto era un pequeño inconveniente que les ocurría a otros, pasajero y relativo. Hemos olvidado, sobre todo, que el ser humano es un animal tan estúpido que ni mostrándole de cerca el horror, ni restregándole la cara por la sangre, es capaz de sentirse personalmente afectado. Hasta que le toca a él, claro. Hasta que llaman a la puerta y aparece el cobrador del frac y uno pone cara de gilipollas mientras su mundo, sus seres queridos, su vida entera, se van a tomar por saco. No nos han enseñado suficientes muertos. Por eso todos estos meses de tragedia y dolor no han servido para un carajo. Y aquí estamos. Acabando agosto puestos de coronavirus hasta las trancas. Protestando porque no nos dejan bailar en las discotecas.

(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 24 de agosto de 2020)

lunes, 16 de septiembre de 2019

Como comprar un chocolate lo más saludable posible


 
El chocolate es, por excelencia, el alimentos de los dioses. Protagonista de películas y el alimento que más se jura extrañar cuando nos ponemos a dieta. Sin embargo, la información con respecto a este alimento sigue siendo incompleta y, en ocasiones, contradictoria. Muchos de nosotros habremos escuchado a defensores del chocolate asegurando que el cacao es bueno para nuestra salud, como argumento para defender todos los tipos de chocolate.

La realidad es que el chocolate y el cacao no son exactamente lo mismo ya que, en el caso del chocolate, se requiere que el cacao pase por diferentes procesos. En el caso del chocolate, suele contener muy altos índices de grasa y, en muchos casos, contiene azúcares y leche, además de otros añadidos. Incluso en los casos de chocolate con pureza alta encontramos más azúcar y grasa que en el cacao puro. 

En cualquier caso, sí es verdad que existen chocolates que son más saludables que otros y es importante saber en qué tenemos que fijarnos para encontrar el más saludable posible.

Porcentaje de cacao

Lo primero que vemos cuando compramos un chocolate es el porcentaje de su cacao. En algunos de ellos encontraremos simplemente chocolate con leche o chocolate negro, pero otros nos indicarán que tienen un 50%. 70%, 80%, 85% o 90% de cacao. El chocolate resulta de la mezcla de sólidos del cacao y de la manteca del mismo. A esta mezcla, además, se le añade otros ingredientes como el azúcar o la leche.

Los chocolates que mayor porcentaje de cacao presente, son los que más pureza tienen. Esto quiere decir que tienen mayores cantidades de cacao y, por tanto, menos cantidades otros elementos como el azúcar. Normalmente, los chocolates que resultan más saludables son los que contienen más de un 70% de cacao, que nos aseguraran más pureza -dado que en su composición contiene más cacao - y menos azúcar. En cualquier caso, cuanto más alto el porcentaje más saludable el chocolate.

Debemos tener en cuenta que, en algunos casos, los fabricantes únicamente indican en el nombre del chocolate "chocolate negro" o "chocolate puro" sin especificar el porcentaje de cacao. Es por ello que debemos revisar siempre los ingredientes ya que, al mirarlo, encontramos que algunos de estos tienen entre el 50-55% de cacao (chocolate negro se considera a partir del 43% de cacao), pero no son los más saludables.
 
Listado de ingredientes (presencia de azúcar)
 
El listado de ingredientes es básico a la hora de comprobar cuáles son los ingredientes que tiene el chocolate que compramos y cuánta cantidad real de chocolate. Entre los ingredientes debemos tener en cuenta la cantidad de cacao que realmente tiene (en lo que se incluye la pasta de cacao, la manteca de cacao y, en algunos casos el cacao desgrasado en polvo). Por otro lado, los más recomendables son los que, en vez de azúcar añadido, se decantan por edulcorantes. En cualquier caso, mejor que eso es optar por aquellos con porcentaje más alto de cacao (90-100%) y así evitar azúcar o edulcorantes.

En el listado de ingredientes es importante que aparezcan primero los sólidos de cacao (pasta de cacao) y posteriormente la manteca y el azúcar. Si encontramos el azúcar primero no es la opción más saludable. Por otro lado, lo más recomendable es que no contengan leche entre los ingredientes ya que eso suele significar un menor porcentaje de manteca de cacao y una mayor cantidad de azúcares añadidos.
 

Información nutricional


En la información nutricional podemos encontrar información añadida que nos ayudará a esclarecer si el chocolate que vamos a comprar es el más adecuado. Si en los ingredientes no se aclara el porcentaje de cacao podemos tomar como referencia la presencia de azúcares del producto. Debemos tener en cuenta que los chocolates con un 70% de cacao contienen alrededor de 29g de azúcar por 100 de producto.

Aquellos que tienen un 85% de cacao contienen cerca de 14g de azúcar, mientras que los del 90% contienen unos 7 gramos de azúcar. Si vemos que en la información nutricional de nuestro chocolate hay más de 29 gramos de azúcar, seguramente el porcentaje de cacao sea más bajo del 70% y, por tanto, no recomendable.

En cualquier caso, debemos tener que casi todos estos chocolates, incluidos los de porcentaje de cacao más alto, tienen un alto valor calórico y bastante cantidad de azúcar. Por ello, aunque consumamos del 85-90% es importante que recordemos hacerlo de manera moderada

Por otro lado, si lo que queremos es añadir cacao a nuestros platos, es más recomendable que hagamos uso del cacao puro en polvo desgrasado que resultará más saludable, asegurará un mayor porcentaje de cacao y menos azúcar.

 

miércoles, 4 de septiembre de 2019

La niña que ama a Aquiles


 
La historia de hoy es una historia de resistencia y de gloria. Una historia de gente que no se rinde. De padres y niños dispuestos a vender cara su piel. Y no se trata de buscar en el pasado: ocurrió hace sólo unos días en un colegio argentino; pero si imaginan ustedes otro lugar, personajes y asunto, podría ocurrir en cualquier sitio. Especialmente –y por eso me detengo en ello– también en España. En estos tiempos grises en que cualquier independencia intelectual es aplastada desde la escuela, cuando lo que se busca es igualar a todos los críos en la mediocridad penalizando la brillantez y la inteligencia, la de la niña que ama a Aquiles me parece una historia ejemplar. Me enteré de ella hace poco, por casualidad, y busqué ponerme en contacto con el padre. Lo conseguí ayer mismo. Y como me lo contó, lo cuento.
Tiene casi cinco años y la llamaremos Helena. Con hache. Sus padres son muy aficionados a la historia antigua de Grecia, y la niña ha crecido familiarizada con los mitos clásicos. Por supuesto, se trata de una criatura normal: juega con otros niños, ve dibujos animados en la tele y cosas así. Lo que pasa es que, además, sus padres le leen cuentos mitológicos y homéricos antes de dormir, ve fotos de paisajes helénicos, conoce palabras del griego antiguo y los nombres de los dioses del Olimpo, y está familiarizada con los héroes de la guerra de Troya, Teseo y el Minotauro, los trabajos de Hércules, Ulises, los Argonautas y todo el formidable repertorio, fascinante para un niño, que ofrece la cultura clásica. Por otra parte, Helena tiene unos padres responsables que cuando le cuentan esas historias procuran suavizarlas, volviéndolas adecuadas para una niña de su edad. Y en esos días de fiesta en que los críos se disfrazan, he visto fotos suyas orgullosamente vestida de hoplita griego, con casco, escudo y lanza fabricados con cartón y papel dorado.

El primer problema surgió en el colegio, cuando los niños empezaron las clases de inglés con números y nombres de animales. A Helena no se le daba bien contar en inglés, pero conocía los números del uno al siete en griego clásico. Y como todos los críos ansiosos de expresar en clase lo que saben, cuando se le preguntaba respondía con palabras griegas que la maestra no entendía. El asunto empeoró en clase de expresión, cuando al preguntar a los niños qué dibujo animado les gustaba más o qué personaje de Marvel era su favorito, Helena dijo que su héroe preferido era Aquiles. «¿Un personaje de dibujos que no conozco?», preguntó la maestra. «No, señora –respondió Helena–. Aquiles, el que luchó en Troya». Quiso saber la docente cómo una niña de cuatro años conocía a Aquiles, y ella respondió que se lo había contado su papá. La maestra fue a decírselo a la directora del centro, concluyendo ambas que seguramente la niña había visto la película Troya, ésa de Brad Pitt, con escenas sangrientas y de sexo que los menores no debían ver. De modo que citaron a sus padres con urgencia.
La reunión con la directora, que en otros tiempos habría sido aclaratoria, fue la previsible en esta época de gilipollez y de cogérsela con papel de fumar. El padre lo explicó todo con naturalidad y ahí debió quedar el asunto, pero la directora tenía ideas propias sobre la formación humanística a los cuatro años. Demasiado pronto para eso, sostenía. Además, «su hija no debe consumir mitología griega porque cuenta historias violentas que jamás existieron y pueden confundir a la niña». Dijo eso y algunas cosas más, como «los mitos no dejan enseñanzas prácticas», «el griego clásico es una lengua muerta y no le servirá a su hija en el futuro» y acabó señalando el peligro de convertir a Helena en una marginal entre sus compañeras «normales», más familiarizadas con La Patrulla Canina y Mi Pequeño Pony.

El padre de Helena escuchó todo aquello en silencio. Y cuando hubo acabado la directora, dijo en lenguaje rigurosamente laconio: «Se necesitan dos años para aprender a hablar, pero sesenta para aprender a callar». Después se puso en pie y añadió: «Si vuelve a citarme por estas cosas, saco a mi hija del colegio y le pongo una demanda de proporciones homéricas». Y regresó a su casa, donde aquella misma noche le contó a Helena la historia de los trescientos espartanos que murieron en las Termópilas, peleando frente a un ejército inmenso, por defender la civilización occidental. Y a la mañana siguiente, como de costumbre, la llevó al colegio, saludó a la maestra y se fue al trabajo como cualquier otro día.
(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 06 de mayo de 2019)

domingo, 1 de septiembre de 2019

Se ha diseñado este gusano robot para explorar el interior de un cerebro humano

Ingenieros de robótica del MIT han construido un gusano robot que se puede dirigir magnéticamente para navegar hábilmente por las vías arteriales extremadamente estrechas y sinuosas del cerebro humano.
Algún día, se espera que esta tecnología sea capaz de eliminar rápidamente bloqueos y coágulos que contribuyen a accidentes cerebrovasculares y aneurismas. 

Robot diminuto

Gracias a su experiencia en hidrogeles biocompatibles a base de agua y el uso de imanes para manipular máquinas simples, los ingenieros del MIT han concebido un gusano robótico con un núcleo flexible de aleación de níquel-titanio para que, cuando se dobla, vuelva a su forma original gracias a que el material tiene memoria .
A continuación, el núcleo se recubrió con una pasta gomosa que estaba incrustada con partículas magnéticas, que finalmente se envolvió en una capa externa de hidrogeles que permite que el gusano robótico se deslice a través de las arterias y los vasos sanguíneos sin ninguna fricción que pudiera causar daños.
El robot se probó en una pequeña en una réplica a tamaño real de los vasos sanguíneos de un cerebro, así como en una diminuta pista de obstáculos, como podéis ver en el siguiente vídeo.

 
Aunque se probó utilizando un imán operado manualmente para dirigirlo, eventualmente se podrían construir máquinas para controlar la posición del imán con una precisión mejorada, lo que a su vez mejoraría y aceleraría aún más el viaje del robot a través del cuerpo de un paciente.

 

viernes, 30 de agosto de 2019

‘Civis romanus sum’



Como los españoles solemos exigir etiquetas simples y necesitamos, además, que éstas sean negras o blancas con ausencia de grises, a veces alguien me pregunta si soy de derechas o izquierdas, o si monárquico o republicano. Lo sueltan así, tal cual, esperando que quieras más a tu papá que a tu mamá, o al contrario. Hay días en los que te pillan cansado, y entonces me limito a responder que no tengo ideología, sino biblioteca. O que soy de derechas o izquierdas según el pie que me pisan. Otras veces, cuando escucho la radio o miro los periódicos y lo que anhelo es que llueva napalm y se vaya todo a tomar por saco, lo que digo es que me gustaría ser jacobino con guillotina incorporada. Chas, chas, chas. Pero la mayor parte de las veces suelo decir la verdad. Que soy republicano, pero con un matiz importante: republicano de la república romana. No confundamos las cosas.
El matiz importa mucho, porque me temo que lo que algunos entienden por república peca de irreal en este país donde la historia no sirve como aprendizaje para el futuro sino como arma arrojadiza para envenenarlo. Ese paraíso idílico del que un pueblo noble y feliz fue arrancado dos veces por cuatro curas, banqueros y generales tiene poco que ver con lo que uno ha escuchado, ha leído e incluso, a cierta edad, ha visto. Además, ¿imaginan ustedes una república cuya autoridad máxima pasara cada cuatro años de mano en mano entre individuos como Aznar, Zapatero, Rajoy, Sánchez, Casado, Abascal, Rivera, Torra, Echenique o Iglesias?… Busquen ustedes entre nuestra clase política, por favor, un presidente de república sereno, culto, prestigioso, honrado, ecuánime y decente. ¿A que no salen nombres? Por eso, como he dicho alguna vez, soy republicano de razón y monárquico por necesidad. Felipe VI me parece una buena persona, muy bien formada e inteligente, que conoce perfectamente su papel y lo ejecuta de modo impecable. Y además, habla idiomas. Puedo equivocarme, naturalmente; pero con él no espero sorpresas ni ambiciones más allá de lo que hay. Está sometido a escrutinio y controlado por leyes que no puede manipular. Si da un resbalón, se cae con todo el equipo. Lo tenemos controlado hasta para saber qué marca de pasta de dientes utiliza.
Todo lo cual me lleva, como les decía, a ese republicanismo romano del que antes hablaba. A esa república del siglo II antes de Cristo, también ideal para mí –cada cual tiene sus irrealidades en la mollera–, que tanto admiré desde que empecé a declinar rosa, rosae, y que lamento haya sido borrada de los planes escolares, pues tal vez con su conocimiento estrecho, con su referencia aunque fuese lejana, nuestra clase política sería menos analfabeta, menos estúpida y más honorable en actitudes y discurso. Me refiero a mi período favorito de la república romana, la época de los Escipiones –con su toque hermanos Graco para darle sal y pimienta popular–, antes de que todo se sumiera en la podredumbre y el caos de las guerras civiles que terminaron con ella: la humanitas de Cicerón como visión del Estado, y la virtus alabada por Salustio –capaz incluso de reconocerla en el criminal Catilina– como regla moral y ciudadana.
Qué ejemplar, por citar sólo ésa, la vida de uno de mis personajes más admirados de entonces, Lucio Emilio Paulo, que tras vencer en la batalla de Pidnia, cuyo botín fue tan enorme que los ciudadanos romanos dejaron de pagar impuestos, sólo se reservó para sí, como trofeo, la biblioteca del derrotado rey Perseo, para que sus hijos tuvieran mejor ilustración. El Lucio Paulo que en vísperas de una batalla hizo explicar qué era un eclipse de luna a sus legionarios para que éstos no se aterrorizaran con el fenómeno que iba a ocurrir en mitad de la lucha. El hombre que, al recibir Italia a un millar de griegos como rehenes, escogió entre ellos, como preceptor para sus hijos, a un culto joven llamado Polibio, que fascinado por el poder mundial de Roma escribiría la primera gran historia de ésta. Lucio Emilio Paulo, en fin: el exitoso militar y político que, tras una vida de triunfos, virtud, dignidad y honor, murió tan pobre como había vivido, y lo que dejó fue tan poco que apenas sirvió para pagar la dote de su segunda esposa.
Qué nutritivas lecciones podrían extraer nuestros analfabetos políticos actuales si mirasen hacia aquel tiempo. Si tuvieran decencia y leyeran, o si adquiriesen alguna decencia leyendo. Cuánto podrían aprender de aquellos personajes y de aquel mundo; cuando Roma aún prefería la libertad, con sus consecuencias, a la tranquilidad y seguridad personal que iban a darle los emperadores y las tiranías que venían de camino.
 
(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 04 de febrero de 2019)