jueves, 15 de octubre de 2015

El sexo con robots podría ser más común que el que practicamos entre humanos

En julio ya repliqué una noticia que salió publicada sobre Pepper, el robot con emociones, bien pués algo debe haber pasado o algún peligro han que ver los fabricantes del robot humanoide Pepper, creado por la firma francesa Aldebaran en colaboración con los japoneses de SoftBank, cuando entre las indicaciones que incluye el robot está explícita la prohibición de “practicar cualquier acto sexual y otro comportamiento indecente” con la máquina. Aunque en este caso tal vez no sea porque preocupen las relaciones interpersonales, lo que preocupa más bien es la integridad mecánica del robot.
 
 
 
Como si se tratase de una especulación de la ciencia ficción, el británico Ian Pearson, que se llama a sí mismo futurólogo y acostumbra a aconsejar a empresas sobre la adaptación a los avances tecnológicos, ha publicado un informe acerca de cómo serán las tendencias sexuales en el futuro (tecnología mediante).

Las conclusiones de Pearson –hay que decir que el informe está elaborado con la colaboración de Bondara, una de las tiendas de juguetes sexuales más conocidas de Reino Unido– son principalmente dos: el porno con realidad virtual se convertirá en una práctica común y florecerá el sexo con robots. Así de ancho se ha quedado Pearson, tras hacer este vaticinio.
El británico recuerda que los vibradores llevan tiempo usándose, alrededor de un siglo, así que toca renovar inventario de juguetería sexual. Algunas de las predicciones que ha hecho el futurólogo son que en 2030 la mayoría de la gente tendrá alguna forma de sexo virtual de igual manera que hoy busca porno en internet. Antes, en 2025 ya veremos algunas formas de sexo con robots aparecer en los hogares de gente adinerada (al principio estos esclavos sexuales cibernéticos se venderán a precio de oro).

Aunque la más extraordinaria de las previsiones es que en 2050 el sexo con robots sobrepasará al sexo entre humanos. Pearson admite que mucha gente siente reparos hacia una posible de estas interacciones sexuales, pero cree que poco a poco irán perdiendo este miedo a medida que se vayan acostumbrando a las máquinas. A medida que la inteligencia artificial y el comportamiento de los humanoides mejoren estos se convertirán en amigos con lazos emocionales sólidos, mientras que la inquietud desaparecerá.
 
No es el único que piensa que el sexo con robots se convertirá en una tendencia en las próximas décadas. Entre los diseñadores de juguetes sexuales los hay que ven en estas máquinas una forma de dar un nuevo impulso a su negocio. Al principio estos nuevos juguetes serán caros -podrían costar en torno a los 54.000 euros- aunque en el futuro se espera que el precio se reduzca para que las novedades sexuales se puedan vender en masa.
 
 

Hay quien está en contra de esto. La investigadora Kathleen Richardson, especializada en ética de la robótica, defiende que los robots son un producto de la consciencia y la creatividad humanas. Están pensados para contribuir a la mejora de las relaciones humanas, pero ciertos usos podrían perjudicar estas relaciones entre humanos. Richardson opina sin contemplaciones que la creación de robots sexuales iría en detrimento de las relaciones entre las personas, así en general.

viernes, 2 de octubre de 2015

Los godos del emperador Valente



En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones -entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.



Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender. Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso -Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.
 
 Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam y Rais -religión mezclada con liderazgos tribales- hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el sentido histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.

 A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.

 Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.

 Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no todos eran bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual.

Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar.

La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes -llegado el caso- de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.