miércoles, 20 de diciembre de 2017

El farmacéutico gallego



Hay tópicos nacionales de todas clases: los portugueses melancólicos, los italianos caóticos, los alemanes de piñón fijo, los ingleses arrogantes, borrachos y egoístas. Y lo que quieran ustedes añadir al asunto. Muchos de esos lugares comunes son falsos, y otros —establezcan cuál o cuáles— corresponden a la exacta realidad. En España, como en todas partes, esos tópicos los tenemos en abundancia: los andaluces indolentes y graciosos, los aragoneses nobles y testarudos, los catalanes laboriosos pero lentos en sacar la cartera, y cosas así. Y uno de los más reconocidos es el de los gallegos. Me refiero a su proverbial hermetismo, magistralmente expresado en esa imagen del ciudadano al que te encuentras en la escalera y no sabes si está subiendo o bajando. O si está parado.

El otro día tuve ocasión de comprobar en carne propia que a veces los tópicos se ajustan a la más absoluta realidad. Al menos, en lo que a los gallegos se refiere. Me encontraba en Santiago de Compostela, alojado en el hotel donde lo hago cada vez que viajo allí, situado en un buen lugar de la plaza del Obradoiro, junto a la catedral. Se acercaba la hora de comer, así que cogí un paraguas y salí a dar una vuelta por una calle cercana donde abundan los restaurantes. Como animal de costumbres que soy, me encaminé directamente al que frecuento cuando estoy en esa ciudad, pero lo encontré cerrado. Me quedé indeciso, pues no conocía ninguno de los otros locales de esa calle, que son una docena. Y como en aquel momento me dolía la cabeza y necesitaba un Actrón —esos dolores de cabeza que le he prestado a mi amigo Lorenzo Falcó, y que en los años 30 él soluciona con aspirinas—, entré en una farmacia, aprovechando para pedirle al farmacéutico que me recomendase un lugar próximo. Un buen restaurante.

El farmacéutico, un tipo de mediana edad, con un acento tan gallego que parecía imitado y no real -estilo Manuel Jabois o Luis, el limpiabotas del Palace-, se me quedó mirando, inexpresivo.

—Buenos, lo que se dice buenos, hay muchos —dijo.

—Lo supongo —respondí—. Pero habrá alguno que pueda usted recomendarme.

Se rascó la cabeza.

—Hay varios, ¿eh?—comentó.

—Ya supongo.

—Unos mejores y otros no tanto, pero los hay buenos.

—Con que me diga uno es suficiente.

Volvió a rascarse la cabeza.

—El problema es que si le recomiendo uno, igual soy injusto con otros.

—Puede. Pero tengo hambre, ¿sabe?… Con uno dicho así, al azar, me las arreglo.

El farmacéutico encogió los hombros, fruncido el ceño.

—¿Prefiere carne, pescado o marisco? —inquirió.

—Me da igual —repuse esperanzado—. Lo que me apetece es comer bien.

—Es que algunos son mejores en carne, y otros en pescado y marisco.

Respiré hondo. Seis veces. O quizá fueron siete.

—A estas alturas me da igual carne que pescado. Se lo juro.

Volvió a rascarse la cabeza.

—No es lo mismo —objetó—. Porque cada uno tiene su especialidad.

Me metí el nudillo de un dedo índice entre los dientes y mordí fuerte.

—Por Dios… Dígame uno, carne o pescado. El que sea.

Se quedó pensando otro largo momento.

—Pues la verdad —concluyó— es que no me atrevo a decirle uno en concreto.

Decidí cortar por lo sano.

—¿A cuál suele ir usted?

—A veces voy a uno y a veces voy a otro.

—¿A veces?

—Depende. Unas sí y otras no. Pero casi siempre como en casa.

Me agarré al mostrador, tambaleante. La farmacia me daba vueltas.

—¿Y cuál fue el último restaurante al que fue?

—Pues fui a uno, pero no sabría decirle ahora cuál.

Estaba a punto de echarme a llorar. Saqué la cartera.

—¿Qué le debo del Actrón?

—Ocho euros con cincuenta y cinco céntimos.

Salí a la calle haciendo eses, mareado, y me metí en el primer restaurante que vi abierto. Y las cosas como son, oigan. Comí de puta madre.
 
(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 06 de noviembre de 2017)

En compañía de tontos


Puestos a ser justos, no sólo es España. Gracias a Dios. Las habas de la estupidez y la mala fe se cuecen en todas partes; y si eso no consuela demasiado, al menos lo hace más llevadero. Saber, por ejemplo, que la estatua de Colón en Barcelona no es la única que tiene la piqueta de demolición en el cogote, consuela un poco. Nada hay más tranquilizador que la estupidez compartida, global, en un mundo donde, ya desde la más remota antigüedad –y ahí seguimos–, juntas a un fanático o un malvado con 1.000 tontos y, matemáticamente, obtienes 1.001 hijos de la gran puta.
 
La tendencia actual de borrar la parte oscura del pasado y reinventar éste con la parte buena, o la que cada uno considera como tal, está sumiendo el mundo en un caos cultural ajeno a los hechos y razones que lo definen. Ignoramos que la historia no es buena ni mala, sino sólo historia, y borrándola creemos corregirla o librarnos de ella, cuando el resultado es justo lo contrario. Sin memoria, sin las claves que nos explican, somos monigotes en manos de oportunistas y sinvergüenzas, o rehenes de los estúpidos apóstoles de lo políticamente correcto. Y más cuando éstos se empeñan en que miremos el pasado, tan diferente en espíritu y maneras, con ojos del presente. Exigiéndole, por ejemplo, a una banda de aventureros hambrientos, duros, ambiciosos y desesperados que se comportaran en el siglo XV con los criterios morales de una oenegé del siglo XXI. Así nunca pueden salir las cuentas. Todos tuvimos bisabuelos que lucharon en guerras, invasiones, conquistas y reconquistas. Que mataron y murieron por un plato de comida, por una ambición, por una mala suerte, por una idea. Ocultarlos es amputarnos a nosotros mismos. Olvidar que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.
Al pobre Colón, como digo, lleva tiempo cayéndole la del pulpo. Él sólo quería descubrir un mundo nuevo al otro lado del Atlántico, y se jugó el tipo para conseguirlo, gracias al apoyo que le dieron los reyes de España –ese país ahora de pronto inexistente– allá por el año 1492. Pero ya ven. Ha acabado comiéndose un marrón genocida como el sombrero de un picador: Cristina Kirchner le demolió la estatua en Buenos Aires, Ada Colau y la CUP quieren demolérsela en Barcelona, e innumerables cantamañanas de toda condición y pelaje andan buscándole las vueltas a don Cristóbal. Jugándole la del chino.
La última que yo sepa, se la han montado en Los Ángeles, California, ciudad hispana por excelencia empezando por el nombre (Nuestra Señora Reina de los Ángeles) y por quienes la fundaron. Pues bueno. Allí, con el silencio cuando no el aplauso de la abrumadoramente mayoritaria comunidad hispana, o sea, gente que se apellida Sánchez y Martínez, han suprimido el Columbus Day o Día de Colón –con el único voto en contra de un concejal de origen italiano, para más guasa–, y colocado en su lugar el Día de los Pueblos Indígenas. Lo cual estaría muy bien en muchos sitios, sobre todo de México para abajo; pero en Estados Unidos suena a sarcasmo guarro, porque allí precisamente, en la pulcra América anglosajona, y a diferencia de la sucia y grasienta América hispana, los pueblos indígenas fueron sistemáticamente exterminados, y los escasos supervivientes confinados en infames reservas. Y así, el gran John Ford pudo decirle a Peter Bogdanovich en una entrevista: «Los indios son un pueblo digno incluso en la derrota, pero eso no está bien visto en los Estados Unidos. Al público le gusta ver cómo matan a los indios. No los consideran seres humanos».
 

Así que, en fin. Qué quieren que les diga. Estos días va a estrenarse una película dirigida por Agustín Díaz Yanes, Oro, basada en un relato del arriba firmante, donde se cuenta mi manera de ver lo que fue la conquista de América: una sucesión de episodios fascinantes, terribles, épicos a veces y, desde luego, crueles y poco simpáticos. Pero asumiendo cuanto de terrible haya que asumir de la Historia, del horror y de la vida, que en el caso de la Conquista es mucho, el hecho cierto es que los indios de la América hispana siguen ahí, vivitos y coleando, compartiendo una lengua formidable entre quinientos millones de personas. Y muchos, por simple justicia histórica, han venido a vivir a España; mientras en los Estados Unidos ni están ni se les espera, entre otras cosas porque allí, con la Biblia y la cochina supremacía blanca por delante, se los cargaron a todos. Así que, por mí, como hispano que soy, como español que asume sin complejos su pasado en lo bueno y lo malo, la municipalidad de Los Ángeles puede irse a hacer puñetas. A excepción del concejal de origen italiano, claro. Ese tío cachondo.
(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 09 de octubre de 2017)

Tu cara está repleta de estos bichos microscópicos que no tienen ano

En la piel de vuestra cara, ya vive una gigantesca comunidad de ácaros. Son los llamados ácaros foliculares (Demodex folliculorum) y vive solo en los seres humanos.
 
 
Miden dos centésimas de centímetro, así que pueden encajar holgadamente en un folículo de vuestra piel. Están provistos de garras y una boca, con la que pueden atravesar las células de la piel. Pero no generan apenas excrementos, porque no tienen ano (y ni siquiera sabemos de qué se alimentan).

Demodex folliculorum

En realidad, hay dos especies de ácaros que viven en tu cara: Demodex folliculorum y D. brevis. Son artrópodos, el grupo que incluye animales con patas articuladas, como insectos y cangrejos. Siendo ácaros, sus parientes más cercanos son arañas y garrapatas.
Bajo el microscopio, se ven como si nadaran a través del petróleo. Las dos especies viven en lugares ligeramente diferentes. D. folliculorum reside en los poros y folículos pilosos, mientras que D. brevis prefiere establecerse más profundamente en las glándulas sebáceas.
 
En comparación con otras partes de tu cuerpo, tu cara tiene poros más grandes y glándulas sebáceas más numerosas, lo que puede explicar por qué los ácaros tienden a vivir allí. Pero también se han encontrado en otros lugares, incluidos el área genital y en los senos.
 
En 2014, quedó claro cuán omnipresentes son. Megan Thoemmes y sus colegas de la Universidad Estatal de Carolina del Norte, en Raleigh, encontraron ADN Demodex en cada una de las caras que analizaron.
 
Eso sugiere que todos los tenemos, y probablemente en un número bastante elevado. Dicho de otra manera, puede haber alrededor de dos ácaros por pestaña. Las poblaciones pueden variar de persona a persona, por lo que unos tendrán muchos más que otros. También puedse tener más ácaros en un lado de la cara que en el otro. Sin embargo, no está claro qué obtienen los ácaros de nosotros. Para empezar, no estamos seguros de lo que comen.
 
Algunos piensan que comen las células muertas de la piel. Algunos piensan que están comiendo la grasa de la glándula sebácea. Thoemmes y sus colegas actualmente están examinando los microorganismos que viven en las entrañas de los ácaros. Eso podría ayudar a determinar su dieta.
 
Tampoco sabemos mucho sobre cómo se reproducen. Parece que salen de noche para aparearse y luego vuelven a sus poros. Lo único que sabemos es que ponen huevos, como podéis ver en el siguiente vídeo:
 
 
 
Los ácaros Demodex hembras ponen sus huevos alrededor del borde del poro en el que viven. Pero probablemente no sean muchos. Sus huevos son bastante grandes, de un tercio a la mitad del tamaño de su cuerpo, lo cual sería muy exigente a nivel metabólico.
 
Cuando un Demodex muere, su cuerpo se seca y todos los desechos acumulados se degradan en tu cara. Pero no hay que preocuparse, parece que estos ácaros no son dañinos. Con todo, si tenemos demasiado, entonces podemos sufrir rosácea (una enfermedad inflamatoria crónica de la piel): en lugar de 1 o 2 por centímetro cuadrado de piel, el número aumenta de 10 a 20. Pero eso no significa que los ácaros causen el problema: en un estudio publicado en 2012, se llegó a la conclusión de que la causa principal eran los cambios en la piel de las personas.
 
 
 
Y esto es solo la punta del iceberg. Nuestros cuerpos están llenos de microorganismos: constituyen el 90% de nuestras células. Porque, en puridad, tú no eres tú.