Hay tópicos
nacionales de todas clases: los portugueses melancólicos, los italianos
caóticos, los alemanes de piñón fijo, los ingleses arrogantes, borrachos y
egoístas. Y lo que quieran ustedes añadir al asunto. Muchos de esos lugares
comunes son falsos, y otros —establezcan cuál o cuáles— corresponden a la
exacta realidad. En España, como en todas partes, esos tópicos los tenemos en
abundancia: los andaluces indolentes y graciosos, los aragoneses nobles y
testarudos, los catalanes laboriosos pero lentos en sacar la cartera, y cosas
así. Y uno de los más reconocidos es el de los gallegos. Me refiero a su
proverbial hermetismo, magistralmente expresado en esa imagen del ciudadano al
que te encuentras en la escalera y no sabes si está subiendo o bajando. O si está
parado.
El otro día tuve
ocasión de comprobar en carne propia que a veces los tópicos se ajustan a la
más absoluta realidad. Al menos, en lo que a los gallegos se refiere. Me
encontraba en Santiago de Compostela, alojado en el hotel donde lo hago cada
vez que viajo allí, situado en un buen lugar de la plaza del Obradoiro, junto a
la catedral. Se acercaba la hora de comer, así que cogí un paraguas y salí a
dar una vuelta por una calle cercana donde abundan los restaurantes. Como
animal de costumbres que soy, me encaminé directamente al que frecuento cuando
estoy en esa ciudad, pero lo encontré cerrado. Me quedé indeciso, pues no
conocía ninguno de los otros locales de esa calle, que son una docena. Y como
en aquel momento me dolía la cabeza y necesitaba un Actrón —esos dolores de
cabeza que le he prestado a mi amigo Lorenzo Falcó, y que en los años 30 él
soluciona con aspirinas—, entré en una farmacia, aprovechando para pedirle al
farmacéutico que me recomendase un lugar próximo. Un buen restaurante.
El farmacéutico, un
tipo de mediana edad, con un acento tan gallego que parecía imitado y no real
-estilo Manuel Jabois o Luis, el limpiabotas del Palace-, se me quedó mirando,
inexpresivo.
—Buenos, lo que se
dice buenos, hay muchos —dijo.
—Lo
supongo —respondí—. Pero habrá alguno que pueda usted recomendarme.
Se rascó la cabeza.
—Hay varios,
¿eh?—comentó.
—Ya supongo.
—Unos mejores y
otros no tanto, pero los hay buenos.
—Con que me diga
uno es suficiente.
Volvió a rascarse
la cabeza.
—El problema es que
si le recomiendo uno, igual soy injusto con otros.
—Puede. Pero tengo
hambre, ¿sabe?… Con uno dicho así, al azar, me las arreglo.
El farmacéutico
encogió los hombros, fruncido el ceño.
—¿Prefiere carne,
pescado o marisco? —inquirió.
—Me da
igual —repuse esperanzado—. Lo que me apetece es comer bien.
—Es que algunos son
mejores en carne, y otros en pescado y marisco.
Respiré hondo. Seis
veces. O quizá fueron siete.
—A estas alturas me
da igual carne que pescado. Se lo juro.
Volvió a rascarse
la cabeza.
—No es lo mismo —objetó—.
Porque cada uno tiene su especialidad.
Me metí el nudillo
de un dedo índice entre los dientes y mordí fuerte.
—Por Dios… Dígame
uno, carne o pescado. El que sea.
Se quedó pensando
otro largo momento.
—Pues la
verdad —concluyó— es que no me atrevo a decirle uno en concreto.
Decidí cortar por
lo sano.
—¿A cuál suele ir
usted?
—A veces voy a uno
y a veces voy a otro.
—¿A veces?
—Depende. Unas sí y
otras no. Pero casi siempre como en casa.
Me agarré al
mostrador, tambaleante. La farmacia me daba vueltas.
—¿Y cuál fue el
último restaurante al que fue?
—Pues fui a uno,
pero no sabría decirle ahora cuál.
Estaba a punto de
echarme a llorar. Saqué la cartera.
—¿Qué le debo del
Actrón?
—Ocho euros con
cincuenta y cinco céntimos.
Salí a la calle
haciendo eses, mareado, y me metí en el primer restaurante que vi abierto. Y
las cosas como son, oigan. Comí de puta madre.
(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 06 de noviembre de 2017)