miércoles, 20 de diciembre de 2017

El farmacéutico gallego



Hay tópicos nacionales de todas clases: los portugueses melancólicos, los italianos caóticos, los alemanes de piñón fijo, los ingleses arrogantes, borrachos y egoístas. Y lo que quieran ustedes añadir al asunto. Muchos de esos lugares comunes son falsos, y otros —establezcan cuál o cuáles— corresponden a la exacta realidad. En España, como en todas partes, esos tópicos los tenemos en abundancia: los andaluces indolentes y graciosos, los aragoneses nobles y testarudos, los catalanes laboriosos pero lentos en sacar la cartera, y cosas así. Y uno de los más reconocidos es el de los gallegos. Me refiero a su proverbial hermetismo, magistralmente expresado en esa imagen del ciudadano al que te encuentras en la escalera y no sabes si está subiendo o bajando. O si está parado.

El otro día tuve ocasión de comprobar en carne propia que a veces los tópicos se ajustan a la más absoluta realidad. Al menos, en lo que a los gallegos se refiere. Me encontraba en Santiago de Compostela, alojado en el hotel donde lo hago cada vez que viajo allí, situado en un buen lugar de la plaza del Obradoiro, junto a la catedral. Se acercaba la hora de comer, así que cogí un paraguas y salí a dar una vuelta por una calle cercana donde abundan los restaurantes. Como animal de costumbres que soy, me encaminé directamente al que frecuento cuando estoy en esa ciudad, pero lo encontré cerrado. Me quedé indeciso, pues no conocía ninguno de los otros locales de esa calle, que son una docena. Y como en aquel momento me dolía la cabeza y necesitaba un Actrón —esos dolores de cabeza que le he prestado a mi amigo Lorenzo Falcó, y que en los años 30 él soluciona con aspirinas—, entré en una farmacia, aprovechando para pedirle al farmacéutico que me recomendase un lugar próximo. Un buen restaurante.

El farmacéutico, un tipo de mediana edad, con un acento tan gallego que parecía imitado y no real -estilo Manuel Jabois o Luis, el limpiabotas del Palace-, se me quedó mirando, inexpresivo.

—Buenos, lo que se dice buenos, hay muchos —dijo.

—Lo supongo —respondí—. Pero habrá alguno que pueda usted recomendarme.

Se rascó la cabeza.

—Hay varios, ¿eh?—comentó.

—Ya supongo.

—Unos mejores y otros no tanto, pero los hay buenos.

—Con que me diga uno es suficiente.

Volvió a rascarse la cabeza.

—El problema es que si le recomiendo uno, igual soy injusto con otros.

—Puede. Pero tengo hambre, ¿sabe?… Con uno dicho así, al azar, me las arreglo.

El farmacéutico encogió los hombros, fruncido el ceño.

—¿Prefiere carne, pescado o marisco? —inquirió.

—Me da igual —repuse esperanzado—. Lo que me apetece es comer bien.

—Es que algunos son mejores en carne, y otros en pescado y marisco.

Respiré hondo. Seis veces. O quizá fueron siete.

—A estas alturas me da igual carne que pescado. Se lo juro.

Volvió a rascarse la cabeza.

—No es lo mismo —objetó—. Porque cada uno tiene su especialidad.

Me metí el nudillo de un dedo índice entre los dientes y mordí fuerte.

—Por Dios… Dígame uno, carne o pescado. El que sea.

Se quedó pensando otro largo momento.

—Pues la verdad —concluyó— es que no me atrevo a decirle uno en concreto.

Decidí cortar por lo sano.

—¿A cuál suele ir usted?

—A veces voy a uno y a veces voy a otro.

—¿A veces?

—Depende. Unas sí y otras no. Pero casi siempre como en casa.

Me agarré al mostrador, tambaleante. La farmacia me daba vueltas.

—¿Y cuál fue el último restaurante al que fue?

—Pues fui a uno, pero no sabría decirle ahora cuál.

Estaba a punto de echarme a llorar. Saqué la cartera.

—¿Qué le debo del Actrón?

—Ocho euros con cincuenta y cinco céntimos.

Salí a la calle haciendo eses, mareado, y me metí en el primer restaurante que vi abierto. Y las cosas como son, oigan. Comí de puta madre.
 
(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 06 de noviembre de 2017)

En compañía de tontos


Puestos a ser justos, no sólo es España. Gracias a Dios. Las habas de la estupidez y la mala fe se cuecen en todas partes; y si eso no consuela demasiado, al menos lo hace más llevadero. Saber, por ejemplo, que la estatua de Colón en Barcelona no es la única que tiene la piqueta de demolición en el cogote, consuela un poco. Nada hay más tranquilizador que la estupidez compartida, global, en un mundo donde, ya desde la más remota antigüedad –y ahí seguimos–, juntas a un fanático o un malvado con 1.000 tontos y, matemáticamente, obtienes 1.001 hijos de la gran puta.
 
La tendencia actual de borrar la parte oscura del pasado y reinventar éste con la parte buena, o la que cada uno considera como tal, está sumiendo el mundo en un caos cultural ajeno a los hechos y razones que lo definen. Ignoramos que la historia no es buena ni mala, sino sólo historia, y borrándola creemos corregirla o librarnos de ella, cuando el resultado es justo lo contrario. Sin memoria, sin las claves que nos explican, somos monigotes en manos de oportunistas y sinvergüenzas, o rehenes de los estúpidos apóstoles de lo políticamente correcto. Y más cuando éstos se empeñan en que miremos el pasado, tan diferente en espíritu y maneras, con ojos del presente. Exigiéndole, por ejemplo, a una banda de aventureros hambrientos, duros, ambiciosos y desesperados que se comportaran en el siglo XV con los criterios morales de una oenegé del siglo XXI. Así nunca pueden salir las cuentas. Todos tuvimos bisabuelos que lucharon en guerras, invasiones, conquistas y reconquistas. Que mataron y murieron por un plato de comida, por una ambición, por una mala suerte, por una idea. Ocultarlos es amputarnos a nosotros mismos. Olvidar que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.
Al pobre Colón, como digo, lleva tiempo cayéndole la del pulpo. Él sólo quería descubrir un mundo nuevo al otro lado del Atlántico, y se jugó el tipo para conseguirlo, gracias al apoyo que le dieron los reyes de España –ese país ahora de pronto inexistente– allá por el año 1492. Pero ya ven. Ha acabado comiéndose un marrón genocida como el sombrero de un picador: Cristina Kirchner le demolió la estatua en Buenos Aires, Ada Colau y la CUP quieren demolérsela en Barcelona, e innumerables cantamañanas de toda condición y pelaje andan buscándole las vueltas a don Cristóbal. Jugándole la del chino.
La última que yo sepa, se la han montado en Los Ángeles, California, ciudad hispana por excelencia empezando por el nombre (Nuestra Señora Reina de los Ángeles) y por quienes la fundaron. Pues bueno. Allí, con el silencio cuando no el aplauso de la abrumadoramente mayoritaria comunidad hispana, o sea, gente que se apellida Sánchez y Martínez, han suprimido el Columbus Day o Día de Colón –con el único voto en contra de un concejal de origen italiano, para más guasa–, y colocado en su lugar el Día de los Pueblos Indígenas. Lo cual estaría muy bien en muchos sitios, sobre todo de México para abajo; pero en Estados Unidos suena a sarcasmo guarro, porque allí precisamente, en la pulcra América anglosajona, y a diferencia de la sucia y grasienta América hispana, los pueblos indígenas fueron sistemáticamente exterminados, y los escasos supervivientes confinados en infames reservas. Y así, el gran John Ford pudo decirle a Peter Bogdanovich en una entrevista: «Los indios son un pueblo digno incluso en la derrota, pero eso no está bien visto en los Estados Unidos. Al público le gusta ver cómo matan a los indios. No los consideran seres humanos».
 

Así que, en fin. Qué quieren que les diga. Estos días va a estrenarse una película dirigida por Agustín Díaz Yanes, Oro, basada en un relato del arriba firmante, donde se cuenta mi manera de ver lo que fue la conquista de América: una sucesión de episodios fascinantes, terribles, épicos a veces y, desde luego, crueles y poco simpáticos. Pero asumiendo cuanto de terrible haya que asumir de la Historia, del horror y de la vida, que en el caso de la Conquista es mucho, el hecho cierto es que los indios de la América hispana siguen ahí, vivitos y coleando, compartiendo una lengua formidable entre quinientos millones de personas. Y muchos, por simple justicia histórica, han venido a vivir a España; mientras en los Estados Unidos ni están ni se les espera, entre otras cosas porque allí, con la Biblia y la cochina supremacía blanca por delante, se los cargaron a todos. Así que, por mí, como hispano que soy, como español que asume sin complejos su pasado en lo bueno y lo malo, la municipalidad de Los Ángeles puede irse a hacer puñetas. A excepción del concejal de origen italiano, claro. Ese tío cachondo.
(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 09 de octubre de 2017)

Tu cara está repleta de estos bichos microscópicos que no tienen ano

En la piel de vuestra cara, ya vive una gigantesca comunidad de ácaros. Son los llamados ácaros foliculares (Demodex folliculorum) y vive solo en los seres humanos.
 
 
Miden dos centésimas de centímetro, así que pueden encajar holgadamente en un folículo de vuestra piel. Están provistos de garras y una boca, con la que pueden atravesar las células de la piel. Pero no generan apenas excrementos, porque no tienen ano (y ni siquiera sabemos de qué se alimentan).

Demodex folliculorum

En realidad, hay dos especies de ácaros que viven en tu cara: Demodex folliculorum y D. brevis. Son artrópodos, el grupo que incluye animales con patas articuladas, como insectos y cangrejos. Siendo ácaros, sus parientes más cercanos son arañas y garrapatas.
Bajo el microscopio, se ven como si nadaran a través del petróleo. Las dos especies viven en lugares ligeramente diferentes. D. folliculorum reside en los poros y folículos pilosos, mientras que D. brevis prefiere establecerse más profundamente en las glándulas sebáceas.
 
En comparación con otras partes de tu cuerpo, tu cara tiene poros más grandes y glándulas sebáceas más numerosas, lo que puede explicar por qué los ácaros tienden a vivir allí. Pero también se han encontrado en otros lugares, incluidos el área genital y en los senos.
 
En 2014, quedó claro cuán omnipresentes son. Megan Thoemmes y sus colegas de la Universidad Estatal de Carolina del Norte, en Raleigh, encontraron ADN Demodex en cada una de las caras que analizaron.
 
Eso sugiere que todos los tenemos, y probablemente en un número bastante elevado. Dicho de otra manera, puede haber alrededor de dos ácaros por pestaña. Las poblaciones pueden variar de persona a persona, por lo que unos tendrán muchos más que otros. También puedse tener más ácaros en un lado de la cara que en el otro. Sin embargo, no está claro qué obtienen los ácaros de nosotros. Para empezar, no estamos seguros de lo que comen.
 
Algunos piensan que comen las células muertas de la piel. Algunos piensan que están comiendo la grasa de la glándula sebácea. Thoemmes y sus colegas actualmente están examinando los microorganismos que viven en las entrañas de los ácaros. Eso podría ayudar a determinar su dieta.
 
Tampoco sabemos mucho sobre cómo se reproducen. Parece que salen de noche para aparearse y luego vuelven a sus poros. Lo único que sabemos es que ponen huevos, como podéis ver en el siguiente vídeo:
 
 
 
Los ácaros Demodex hembras ponen sus huevos alrededor del borde del poro en el que viven. Pero probablemente no sean muchos. Sus huevos son bastante grandes, de un tercio a la mitad del tamaño de su cuerpo, lo cual sería muy exigente a nivel metabólico.
 
Cuando un Demodex muere, su cuerpo se seca y todos los desechos acumulados se degradan en tu cara. Pero no hay que preocuparse, parece que estos ácaros no son dañinos. Con todo, si tenemos demasiado, entonces podemos sufrir rosácea (una enfermedad inflamatoria crónica de la piel): en lugar de 1 o 2 por centímetro cuadrado de piel, el número aumenta de 10 a 20. Pero eso no significa que los ácaros causen el problema: en un estudio publicado en 2012, se llegó a la conclusión de que la causa principal eran los cambios en la piel de las personas.
 
 
 
Y esto es solo la punta del iceberg. Nuestros cuerpos están llenos de microorganismos: constituyen el 90% de nuestras células. Porque, en puridad, tú no eres tú.
 
 

domingo, 26 de noviembre de 2017

La idea de que las parejas deben comunicarse y resolver sus problemas es un mito

Muchos de los hábitos de una relación tácitamente aceptados en nuestra cultura erosionan la intimidad, la confianza y la felicidad. Los rasgos que no se ajustan a nuestra narrativa tradicional de lo que es el amor y lo que debería ser el amor son en realidad ingredientes necesarios para el éxito de una relación duradera.
 

lunes, 16 de octubre de 2017

Pegamento quirúrgico sella las heridas en 60 segundos sin puntos

Un equipo de científicos de distintas universidades y centros de investigación ha desarrollado un material rico en proteínas capaz de unir lesiones en la piel y en órganos.
 
 
Hasta ahora, la idea de tener una capa de pegamento sobre la piel solo podía interpretarse como una molestia o, incluso, un problema, grave según el tipo de adhesivo. Pero el producto concebido por un equipo internacional de investigadores da un giro a esta idea: se trata de un pegamento quirúrgico que podría sustituir a las dolorosas y molestas suturas.
 
La sustancia, que puede utilizarse para sellar heridas en la piel o en los órganos, es en realidad un gel rico en una proteína elástica —una tropoelastina modificada—. Esta molécula, a la que debe el nombre de MeTro, actúa como adhesivo y favorece la cicatrización para después ser absorbida por el organismo sin producir ningún efecto perjudicial.
 
Los responsables del pegamento, entre los que se encuentran científicos del MIT y de la Universidad de Harvard, describen sus propiedades en un artículo publicado en ‘Science Translational Medicine’. La sustancia se comporta como un líquido hasta que entra en contacto con los tejidos, cuando se solidifica para formar el gel. Después, se aplica luz ultravioleta para asegurar la unión.
 
Una de sus características más sorprendentes es la velocidad con la que actúa: solo necesita 60 segundos para que ambas partes de una incisión queden unidas. Los investigadores aseguran que su aplicación requiere la mitad de tiempo que las suturas habituales y que facilita el cierre de las heridas en las operaciones.
 
Aunque el pegamento aún no se ha probado en humanos, los ensayos comenzarán pronto. De momento, ya han validado su efectividad para sellar las arterias de roedores y lesiones en los pulmones de cerdos.

viernes, 29 de septiembre de 2017

En la dieta, tan importante como qué comes es cuándo te lo comes

Una reciente investigación confirma que cenar poco antes de irte a la cama puede hacerte ganar peso. Sin embargo, es tu reloj biológico el que marca cuándo es demasiado tarde para comer.
 
 
 
Comer demasiado o tener una dieta rica en grasas y azúcares engorda. A nadie le cabe duda a estas alturas de que el tipo de alimentos que se lleva a la boca afectan a su peso y a su estado de salud en general. Sin embargo, un nuevo estudio sugiere que no basta con seleccionar los productos adecuados, sino que, además, hay que planificar bien los horarios de las comidas para mantener a raya a los michelines.
 
El trabajo, publicado en 'The American Journal of Clinical Nutrition', demuestra que cenar demasiado tarde está asociado a un mayor porcentaje de grasa corporal. Pero también sugiere que estos efectos no dependen de la hora del día, sino que es nuestro reloj biológico el que determina cuándo es demasiado tarde.
 
Sus autores analizaron los hábitos de alimentación y la hora de acostarse de más de un centenar de jóvenes. Asimismo, tuvieron en cuenta el momento a partir del cual comenzaban a segregar melatonina, la hormona del sueño, que determina los ritmos circadianos -en otras palabras: pone en hora el reloj biológico del organismo-.
 
Los resultados mostraron que aquellas personas con mayor porcentaje de grasa corporal tomaban la mayoría de sus calorías poco antes de irse a la cama, cuando los niveles de melatonina están altos. Sin embargo, no encontraron una relación directa entre cenar tarde y ganar peso. En realidad, es el momento en que ingieres los alimentos por la noche, de acuerdo a tu reloj biológico, el que influye en cómo le sentarán a tu cuerpo.
 
Es cierto que el trabajo tiene algunas limitaciones, como que los participantes podrían haber cambiado sus hábitos dietéticos, y hacen falta nuevos estudios para confirmar sus conclusiones. No obstante, según los investigadores, los hallazgos demuestran que cuándo comes es tan importante como qué comes.

martes, 26 de septiembre de 2017

Este nuevo aluminio es tan ligero que incluso flota en el agua

El químico Alexander Boldyrev de la Universidad Estatal de Utah, junto con Iliya Getmanskii, Vitaliy Koval, Rusian Minyaev y Vladimir Minkin de la Universidad Federal del Sur en Rostov-on Don, en Rusia, han modelado, aún desde un ordenador, una reestructura del aluminio que lo tornaría tan ligero que incluso podría flotar en el agua.
 
Los cálculos del equipo confirmaron que esta estructura es una forma nueva, metaestable y ligera de aluminio cristal.

Nuevo material

El nuevo material tiene una densidad de sólo 0,61 gramos por centímetro cúbico, en contraste con la densidad del aluminio convencional de 2,7 gramos por centímetro cúbico. Según explica Boldyrev a propósito de su desarrollo:
Empezaron con una rejilla cristalina conocida, en este caso, un diamante, y sustituyeron cada átomo de carbono con un tetraedro de aluminio. Eso significa que la nueva forma cristalizada flotará en el agua, que tiene una densidad de un gramo por centímetro cúbico. Los vuelos espaciales, la medicina, el cableado y piezas de automoción más ligeras y más eficientes en el consumo de combustible son algunas aplicaciones que vienen a la mente.

martes, 12 de septiembre de 2017

Volvemos a plantearnos nuestra propia evolución

El descubrimiento de huellas humanas de 5,7 millones de años en Creta (Grecia), publicado Proceedings of the Geologists Association por un equipo internacional de investigadores, han convertido los orígenes del linaje humano en un caso más complejo de lo que creíamos.
 
 
Hasta ahora, todo indicaba que nuestros orígenes estaba en África desde el descubrimiento de los fósiles de Australopithecus en África del Sur y del Este hace 60 años.

Orígenes mediterráneos

Hasta ahora se había establecido que los homínidos (primeros miembros del linaje humano) sólo se originaron en África, y permanecieron allí aislados durante varios millones de años antes de dispersarse a Europa y Asia.
 
Este nuevo hallazgo de huellas de casi seis millones de años en el que ha participado, entre otros, la Universidad de Uppsala (Suecia), derriba esta imagen.
 
Las nuevas huellas de Trachilos, en Creta occidental, tienen una forma inconfundiblemente humana. Con alrededor de 5,7 millones de años, son más jóvenes que el homínido fósil más antiguo conocido, Sahelanthropus de Chad, y contemporáneo con Orrorin de Kenia, pero más de un millón de años más viejas que Ardipithecus ramidus con sus pies parecidos a los simios.
 
 
Durante el tiempo en que se hicieron las huellas de Trachilos, período conocido como Mioceno tardío, el Desierto del Sáhara no existía. Tal y como explica Per Ahlberg, de la Universidad de Uppsala, y último autor del estudio:
Este descubrimiento desafía la narrativa establecida de la evolución humana temprana y es probable que genere mucho debate. Si la comunidad de investigación del origen humano aceptará huellas fósiles como evidencia concluyente de la presencia de homininos en el Mioceno de Creta sigue siendo algo por ver.
En aquella época, Creta aún no se había separado de la parte continental griega, así pues no cuesta imaginar cómo los primeros homínidos podrían haber vivido a través de Europa sudoriental, dejando sus huellas en el Mediterráneo. 

lunes, 7 de agosto de 2017

Es una mala idea soplar las velas el día de tu cumpleaños

Tienes ahí delante el puñado de velas ardiendo. Cierras los ojos. Pideos un deseo. Y fiuuu... soplas con fuerza para apagar aquel pequeño incendio que consigna un guarismo más a tu edad. Sin embargo, lo que acabas de hacer, si bien se ha convertido en una tradición arraigada, no es demasiado inteligente.
 
De hecho, es una mala idea. No tanto para ti como para tus invitados. En sus respectivas porciones de tarta, van a encontrar 14 veces más bacterias de lo normal por tu culpa.
 
Bacterias en el pastel
 
Una nueva investigación realizada por Paul Dawson, un investigador de la Clemson University, en Carolina del Sur, es la responsable de quitarle cierta magia a la costumbre de soplar velas el día de tu cumpleaños (y cualquier otro día, en realidad).
 
Para medir cómo soplar las velas producía este efecto y en qué medida, en el estudio se selección un grupo de sujetos que comieron diversos alimentos arquetípicos de una fiesta de cumpleaños a fin para estimular sus glándulas salivales y, a continuación, tuvieron que soplar las velas de la tarta.
 
El propio Dawson advierte que la boca de cualquier persona está llena de microorganismos aunque, afortunadamente, la mayoría de ellos no son dañinos. De cualquier forma sus resultados revelan que la práctica de soplar las velas en un cumpleaños puede servir para contagiar resfriados y dolencias similares entre los niños.
 
Naturalmente, siguiendo esta lógica, tampoco es muy saludable soplar en una herida para evitar el picor, así como [muchas otras actividades cotidianas que no parecen asquerosas pero que sí lo son](Para medir cómo soplar las velas producía este efecto y en qué medida, en el estudio se selección un grupo de sujetos que comieron diversos alimentos arquetípicos de una fiesta de cumpleaños a fin para estimular sus glándulas salivales).

martes, 1 de agosto de 2017

El aceite de coco NO es tan saludable como quieren vendernos.

Hasta hace poco, el aceite de coco era otro alimento de moda vinculado con la salud, una suerte de superalimento al que todo el mundo convenía. Una reputación que, sin embargo, empezó a flaquear hace unos días debido a un informe de la American Heart Association que revisaba los daños para la salud de las grasas saturadas y que instaba a reducir su consumo.
 
¿Qué tenía esto que ver con el aceite de coco? Pues que éste se incluyó en la lista de aliementos con grasas inslubres. El aceite de coco tiene más grasa saturada que la mantequilla o manteca de cerdo, tal y como señaló un estudio, y otros estudios han demostrado que aumenta el colesterol.

lunes, 31 de julio de 2017

No hay que llenar la jarra de tu cerveza hasta el borde

A pesar de que en un sentido puramente crematístico (y quizá también etílico), todos queramos que el camarero apure al máximo al servirnos una cerveza, casi hasta que la misma está a punto de rebosar por el borde, aunque lo cierto es que a efectos de su sabor no estamos optando por la medida más inteligente.

En prácticamente todos los bares, las jarras de cerveza se sirven hasta el borde, incluso hasta el punto de que la espuma rebosa y debe atajarse con un varilla. Sin embargo, esta forma de servir cerveza, si bien es tradicional y muy vistosa, no es la mejor manera.
 
Porque el sabor de los alimentos que ingerimos no se capta únicamente con la lengua, sino por la nariz. De hecho, se capta más por la nariz que por la lengua. En 2007, Malika Auvray y Charles Spence publicaron un artículo en el que señalaban que, si sentimos que algo tiene un olor fuerte mientras lo comemos, el cerebro tiende a interpretarlo como un sabor, en vez de como un olor.
Basta con taparse la nariz mientras se come para darse cuenta de su importancia. Podéis llevar a cabo este sencillo experimento con una copa de vino (o con chocolate de mesa o incluso café o té) para descubrir cómo muchas de las facetas que aportan los alimentos tienen que ver con el olfato.
 
Sabor ortonasal
 
El problema es que si se sirve la jarra hasta el borde no hay espacio para donde se concentren los aromas de la bebida, y al beber (e introducir un poco nuestra nariz en la jarra) podamos aprovechar el llamado "aroma ortonasal" para que el sabor resulte más intenso.
 
Con todo, algunos fabricantes están buscando soluciones para ello, y no solo en las jarras de cerveza, sino en latas de refresco, y hasta en los nuevos vasos de cartón o plastico para el café que también se tapan, tal y como explica Charles Spence en su libro Gastrofísica: "Entre ellas están cambiar la forma de la tapa y añadirle otra abertura para que el amante del café (o del té) pueda oler el aroma de su bebida favorita mientras bebe".
 
En lo tocante a las latas de refresco, la empresa Crown Packaging ha diseñado una cuya parte superior se desprende totalmente para que el olor retronasal intervenga en la degustación del consumidor.
 
Pero vayamos a la cerveza, posiblemente el problema de diseño más ubicuo y persistente. Lo lógico sería tomar el ejemplo del vano de vino, que jamás se llena hasta el borde, más bien al contrario, y se opta por recipientes anchos en los que poder introducir la nariz cuando se bebe. De hecho, cuanto mejor es el vino, más grande es la proporción de la copa que se deja vacía.
 
Tal vez parezca una medida exagerada, porque las cervezas suelen tomarse en mayor cantidad que el vino, y una vez tomado los primeros tragos, entonces ya quedará espacio vacío en la jarra para que intervenga el sabor ortonasal.
 
Sin embargo, esto no es del todo cierto, como explica Spence: "Tengamos presente, sin embargo, que la mayoría de las veces el olfateo inicial determinará las expectativas sobre lo que suceda después. Son estas expectativas las que "fijan" la experiencia de degustar porque influyen en ella de una manera desproporcionada".
 
Para evitar la sensación de que nos están timando cuando nos sirvan una jarra medio vacía, una opción alternativa sería regresar al diseño de las jarras de cerveza antiguas, que llevaban una tapa para proteger los gases liberados desde la superficie de la cerveza, tal y como lo presenta Henry T Fincks en 'The Gastronomic Value of Odours', en Contemporary Review (julio–diciembre de 1886), uno de los primeros estudios sobre la relación entre el sabor y el olor. Una opción que tiene mucho más sentido ahora que empiezan a ponerse de moda las cervezas artesanales y ya no nos conformamos con garrafón.

jueves, 15 de junio de 2017

Los godos del emperador Valente


 
En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones -entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.

Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender. Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso -Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.

Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam y Rais -religión mezclada con liderazgos tribales- hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el sentido histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.

A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.

Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.

Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no todos eran bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual. 

Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar. 

La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes -llegado el caso- de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.

(Escrito por Arturo Pérez-Reverte el 13 de septiembre de 2015)

Consejos para dormir bien a pesar del calor (y sin aire acondicionado)

Las noches tropicales afectan a nuestros ciclos de sueño por las altas temperaturas, sobre todo cuando no tenemos aire acondicionado.
 
Todos ansiamos la llegada del veranito... hasta que nos encontramos de golpe con la primera ola de calor del año, una visita metereológica que por lo general suele quedarse bastante tiempo.
 
El sueño es uno de los grandes damnificados por esta situación. Los días tienen mucha más luz, soportamos más ruidos porque abrimos más las ventanas y cambiamos nuestros patrones de sueño porque hacemos más vida en la calle.
 
Intentar descansar en una casa con casi 30 grados de temperatura es para muchos una misión casi imposible y hace que incluso añoremos las horas de trabajo en una oficina bien climatizada. Aún así, con unos pequeños trucos podemos arañar un poco más de tiempo de sueño entre tanto sopor.
 
1. Aíslate de los ruidos
Fiestas de verano, vecinos viendo la tele a tope por no poder dormir... Usar unos buenos tapones a medida pueden ser de gran ayudar para que puedas caer redondo en la estación más ruidosa del año.
Tampoco tienes que forzar la máquina y quedarte contando ovejas, pero una vez que estés convencido quizá sea bueno desconectar.
 
2. La tecnología no ayuda
No, la tecnología no ayuda nunca y hay estudios que lo corroboran, pero en momentos en los que cuesta conciliar el sueño tendemos más a encender las pequeñas pantallas en la cama.
Esto es algo poco recomendable para desconectar aunque tengamos la tentación de distraernos del maldito calor: lo mejor que puedes hacer si no concilias el sueño es leer un libro con una luz adecuada que ilumine bien tu lectura.
 
3. Intenta no trastocar tus rutinas
Los planes se suelen ir de las manos en época estival, pero que sepas que el sueño no se recupera después con una maratón de horas en el catre.
En verano puede ser ideal incorporar nuevas rutinas como que des un paseo después de cenar, ya que respirar aire de la calle y hacer algo de ejercicio te ayudará a engañar el cuerpo y que se relaje a pesar de que a veces la temperatura exterior no baje de los 25 malditos grados.
 
4. No te pases con el aire acondicionado
Comprueba que los filtros del aire estén limpios y, si no te sienta mal, duerme con él a no menos de 25 grados. El resto del día tampoco te emociones bajando la temperatura, ya que no es recomendable para el cuerpo sufrir cambios de más de diez grados de golpe. Tu bolsillo y tu salud lo agradecerán.
 
5. No te olvides de hidratarte
Es de perogrullo, pero el agua tiene que ser tu mejor compañera de sudores. Y no sólo para beber: también para tener un pulverizador para mojar tu cuerpo o tus sábanas.
 
6. Ventila sólo cuando toca
Si tienes una casa con una orientación o una certificación energética desastrosa vas a tener que hacer virguerías para conseguir una mísera sensación de frescor. Los toldos y las persianas tienen que estar bajadas cuando aprieta el sol y las ventanas sólo se deben abrir a partir de las diez o las once de la noche.
 


lunes, 12 de junio de 2017

Aguas españolas


Creo haber dicho alguna vez que, cuando ya no puedo aguantar más este lugar al que algunos llamamos España, procuro mirarlo a través de una biblioteca a fin de comprender y hacer soportable, al menos, su enfermedad social, su vileza histórica y su continua desgracia. Quiero decir que recurro a los libros como explicación y como analgésico, y eso alivia mucho. Consuela, y ya es algo, pues la comprensión de las cosas ayuda a encajarlas. Sin embargo, hoy me pillan ustedes dándole a la tecla con la guardia baja, y debo confesar que cuando digo eso de la biblioteca no soy sincero del todo. Hay otros métodos analgésicos más elementales, querido Watson. Alguno es peligroso, porque tiene dos direcciones: lo mismo puede consolarte que cabrearte más. Pero así es la vida. Me refiero a ir por la calle, mirar y escuchar. Apoyarte en la barra de un bar y tender la oreja. Buscar la parte divertida, entrañable a veces, de lo que somos. O de cómo somos. Y eso, que tantas veces nos condena, nos salva otras. Cómo no vas a querer a estos fulanos, me digo a veces. Malditos españoles de las narices. Cómo no los vas a querer.

Les cuento la penúltima. Después de varios días de mar y cielo echo el ancla en Formentera frente al Molí de la Sal, cinco metros de sonda y treinta y cinco de cadena, en un fondeadero magnífico que en invierno siempre encuentro desierto, pero que en verano se pone durante el día hasta las trancas. Estoy sentado en la popa leyendo por enésima vez Juventud de Joseph Conrad, y de vez en cuando alzo los ojos y miro alrededor, el va y viene de veleros y barcos a motor, las maniobras impecables de quienes saben lo que hacen y las chapuzas patosas de los domingueros irresponsables, como ese imbécil que llega, larga cinco metros de cadena hasta que el ancla toca el fondo, y acto seguido embarca en la zodiac con la familia y deja el barco a la deriva, pues garrea poco a poco y va siendo empujado por el levante hacia el mar abierto. Y yo miro alejarse el barco con objetiva curiosidad antes de volver a Conrad. Que se joda, pienso pasando una página. Que se joda.

Entonces ocurre la cosa, y olvido el libro. Dos pequeñas motoras menorquinas con bandera española llegan juntas y fondean una cerca de la otra, próximas a mí. Las dos cargan a bordo familia, mujer, suegra, cuñados y niños. Como ocho o diez en cada barco. Una ha echado el ancla demasiado cerca de la proa de un yate inglés grande y lujoso, de esos que llevan media docena de marineros uniformados a bordo, y varios de éstos se asoman a decirle al de la lanchilla que está demasiado cerca, y que con el borneo se les puede ir encima. Se lo dicen a gritos, en inglés. Por supuesto, el de la motora –barriga cervecera, bermudas hawaianas, gorra fosforito, y estoy seguro de que se llama Paco, Pepe o Manolo– no habla una palabra de inglés, pero entiende los ademanes. Y ahí sale la raza. «Ni que os lo fuera a romper», les grita. Y luego, como los otros insisten y gesticulan, mientras tira de la lengüeta de una lata de cerveza les aclara jurídicamente el asunto. «Éstas son aguas españolas, y yo fondeo donde me sale de los cojones».

Los marineros ingleses siguen protestando. El dueño del megayate, un fulano gordo con el pelo blanco, su señora –supongo– y dos criaturas jóvenes se han asomado a ver qué pasa. Y todo el grupo, dueño, familia, marineros, increpa desde la borda al español, que pegado a ellos, erguido en la popa de su lanchilla, impávido mientras su legítima abre los tuperwares y reparte bocadillos a la familia, se rasca los huevos con una mano y bebe cerveza con la otra mientras les dice a los súbditos de Su Majestad que no con la cabeza. «Que no, tíos. Que vais de culo conmigo. Que de aquí no me mueve ni la Guardia Civil».

Pero lo mejor está por ocurrir. Porque el patrón de la otra motora que fondeó un poco más allá, o sea, el amigo del de la cerveza, que sin duda se llamará también Pepe, Paco o Manolo, ha visto la movida, y tras dejar allí a la familia viene solo, remando en un bote de goma a toda prisa, en socorro de su compadre. Y cuando llega, se interpone entre la lanchilla y el yate inglés, se pone de pie muy cabreado, y grita: «Lo que tenéis que hacer es devolvernos Gibraltar». Entonces el amigo de la lancha le pasa una cerveza, y acto seguido, ante los estupefactos ingleses, los dos compadres, como si estuvieran en el fútbol, se ponen a cantar: «Soy es-pa-ñol, es-pa-ñol, es-pa-ñol».
Cómo no los vas a querer, me digo. A estos animales. Cómo no los vas a querer.