Como los españoles solemos exigir etiquetas simples y necesitamos, además, que éstas sean negras o blancas con ausencia de grises, a veces alguien me pregunta si soy de derechas o izquierdas, o si monárquico o republicano. Lo sueltan así, tal cual, esperando que quieras más a tu papá que a tu mamá, o al contrario. Hay días en los que te pillan cansado, y entonces me limito a responder que no tengo ideología, sino biblioteca. O que soy de derechas o izquierdas según el pie que me pisan. Otras veces, cuando escucho la radio o miro los periódicos y lo que anhelo es que llueva napalm y se vaya todo a tomar por saco, lo que digo es que me gustaría ser jacobino con guillotina incorporada. Chas, chas, chas. Pero la mayor parte de las veces suelo decir la verdad. Que soy republicano, pero con un matiz importante: republicano de la república romana. No confundamos las cosas.
El matiz importa mucho, porque me
temo que lo que algunos entienden por república peca de irreal en este país
donde la historia no sirve como aprendizaje para el futuro sino como arma
arrojadiza para envenenarlo. Ese paraíso idílico del que un pueblo noble y
feliz fue arrancado dos veces por cuatro curas, banqueros y generales tiene
poco que ver con lo que uno ha escuchado, ha leído e incluso, a cierta edad, ha
visto. Además, ¿imaginan ustedes una república cuya autoridad máxima pasara
cada cuatro años de mano en mano entre individuos como Aznar, Zapatero, Rajoy,
Sánchez, Casado, Abascal, Rivera, Torra, Echenique o Iglesias?… Busquen ustedes
entre nuestra clase política, por favor, un presidente de república sereno,
culto, prestigioso, honrado, ecuánime y decente. ¿A que no salen nombres? Por
eso, como he dicho alguna vez, soy republicano de razón y monárquico por
necesidad. Felipe VI me parece una buena persona, muy bien formada e
inteligente, que conoce perfectamente su papel y lo ejecuta de modo impecable.
Y además, habla idiomas. Puedo equivocarme, naturalmente; pero con él no espero
sorpresas ni ambiciones más allá de lo que hay. Está sometido a escrutinio y
controlado por leyes que no puede manipular. Si da un resbalón, se cae con todo
el equipo. Lo tenemos controlado hasta para saber qué marca de pasta de dientes
utiliza.
Todo lo cual me lleva, como les
decía, a ese republicanismo romano del que antes hablaba. A esa república del
siglo II antes de Cristo, también ideal para mí –cada cual tiene sus
irrealidades en la mollera–, que tanto admiré desde que empecé a declinar rosa,
rosae, y que lamento haya sido borrada de los planes escolares, pues
tal vez con su conocimiento estrecho, con su referencia aunque fuese lejana,
nuestra clase política sería menos analfabeta, menos estúpida y más honorable
en actitudes y discurso. Me refiero a mi período favorito de la república
romana, la época de los Escipiones –con su toque hermanos Graco para darle sal
y pimienta popular–, antes de que todo se sumiera en la podredumbre y el caos
de las guerras civiles que terminaron con ella: la humanitas de
Cicerón como visión del Estado, y la virtus alabada por
Salustio –capaz incluso de reconocerla en el criminal Catilina– como regla
moral y ciudadana.
Qué ejemplar, por citar sólo ésa, la
vida de uno de mis personajes más admirados de entonces, Lucio Emilio Paulo,
que tras vencer en la batalla de Pidnia, cuyo botín fue tan enorme que los
ciudadanos romanos dejaron de pagar impuestos, sólo se reservó para sí, como
trofeo, la biblioteca del derrotado rey Perseo, para que sus hijos tuvieran
mejor ilustración. El Lucio Paulo que en vísperas de una batalla hizo explicar
qué era un eclipse de luna a sus legionarios para que éstos no se aterrorizaran
con el fenómeno que iba a ocurrir en mitad de la lucha. El hombre que, al
recibir Italia a un millar de griegos como rehenes, escogió entre ellos, como
preceptor para sus hijos, a un culto joven llamado Polibio, que fascinado por
el poder mundial de Roma escribiría la primera gran historia de ésta. Lucio
Emilio Paulo, en fin: el exitoso militar y político que, tras una vida de
triunfos, virtud, dignidad y honor, murió tan pobre como había vivido, y lo que
dejó fue tan poco que apenas sirvió para pagar la dote de su segunda esposa.
Qué nutritivas lecciones podrían extraer nuestros
analfabetos políticos actuales si mirasen hacia aquel tiempo. Si tuvieran
decencia y leyeran, o si adquiriesen alguna decencia leyendo. Cuánto podrían
aprender de aquellos personajes y de aquel mundo; cuando Roma aún prefería la
libertad, con sus consecuencias, a la tranquilidad y seguridad personal que
iban a darle los emperadores y las tiranías que venían de camino.