Ayer me
quedé de pasta de boniato. Estaba a punto de entrar en una librería y coincidí
en la puerta con una señora. Al menos, creí que lo era. Una mujer sobre los
cuarenta años, normalmente vestida, quizá con un punto demasiado juvenil para
su edad. Por lo demás, de aspecto agradable. Ni elegante ni ordinaria. Ni guapa
ni fea. Coincidimos en la puerta, como digo, viniendo ella de un lado de la
calle y yo de la dirección contraria. Y en el umbral mismo, por reflejo
automático, me detuve para cederle el paso. Desde hace casi sesenta años –su
trabajo les costó a mis padres, en su momento– eso es algo que hago ante
cualquiera: mujer, hombre, niño; incluso ante los que van por el centro de Madrid
en calzoncillos y chanclas, torso desnudo y camiseta al hombro, impregnando el
aire de aroma veraniego; tan desahogados, ellos y la madre que los parió, como
si estuvieran en el paseo marítimo de una playa o vinieran de chapotear en la
alberca del pueblo.
Me
detuve en el umbral, como digo. Para cederle el paso a la señora, igual que se
lo habría cedido al lucero del alba. Incluso a mi peor enemigo. Hasta a un
inspector de Hacienda se lo habría cedido. Pero mi error fue considerar señora
a la que sólo era presunta; porque al ver que me detenía ante ella, en vez de
decir «gracias» o no decir nada y pasar adelante, me miró con una expresión
extraña, entre arrogante y agresiva, como si acabara de dirigirle un insulto
atroz, y me soltó en la cara: «Eso es machista».
Oigan.
Tengo sesenta y cuatro tacos de almanaque a la espalda, y entre lo que lees, y
lo que viajas, y lo que sea, he visto un poco de todo; pero esto de la señora,
o la individua, en la puerta, no me había ocurrido nunca. En mi vida. Así que
háganse cargo del estupor. Calculen el puntazo de que eso le pase a un fulano
de mis años y generación, educado, entre otros, por un abuelo que nació en el
siglo XIX, y del que aprendí, a temprana edad, cosas como que a las mujeres se
las precede cuando bajan por una escalera y se les va detrás cuando la suben,
por si les tropiezan los tacones, que cuando es posible se les abre la puerta
de los automóviles, que uno se levanta del asiento cuando ellas llegan o se
marchan, que se camina a su lado por el lado exterior de las aceras –«Que no
digan que la llevas fuera», bromeaba mi padre con una sonrisa– y cosas así.
Calculen todo eso, o imagínenlo si su educación familiar dejó de incluirlo en
el paquete, y pónganse en mi lugar, parado ante la puerta de la librería, mirando
la cara de aquella prójima.
Habría
querido disponer de tiempo, por mi parte, y de paciencia, por la de ella, para
decir lo que me hubiera gustado decirle. Algo así como se equivoca usted,
señora o lo que sea. Cederle el paso en la puerta, o en cualquier sitio, no es
un acto machista en absoluto, como tampoco lo es el hecho de no sentarme nunca
en un transporte público, porque al final acabo avergonzándome cuando veo a una
embarazada o a alguien de más edad que la mía, de pie y sin asiento que ocupar.
Como no lo es ceder el lugar en la cola o el primer taxi disponible a quien viene
agobiado y con prisa, o quitarte el sombrero –porque algunos, señora o lo que
usted sea, usamos a veces panamá en verano y fieltro en invierno– cuando
saludas a alguien, del mismo modo que te lo quitas –que para eso también lo
llevas, para quitártelo– cuando entras en una casa o un lugar público. Así que
entérate, cretina de concurso. Cederte el paso no tiene nada de especial porque
es un reflejo instintivo, natural, que a la gente de buena crianza, y de ésa
todavía hay mucha, le surge espontánea ante varones, hembras, ancianos, niños,
e incluso políticos y admiradores de Almodóvar. Ni siquiera es por ti. Ni
siquiera porque seas mujer, que también, sino porque la buena educación, desde
decir buenos días a ceder el paso o quitarte la puta gorra de rapero, si la
llevas, facilita la vida y crea lazos solidarios entre los desconocidos que la
practican.
Y, bueno. Me habría gustado
decir todo eso de golpe, allí mismo; pero no hubo tiempo. Tampoco sé si lo iba
a entender. Así que permanecí inmóvil, mirándola con una sonrisa que, por
supuesto, le resbaló por encima como si llevara un impermeable; porque al ver
que me quedaba quieto y sin decir nada, cruzó el umbral con aire de estar
gravemente ofendida. «Lo he hecho polvo», debía de pensar. Y yo la vi entrar
mientras pensaba, a mi vez: No es por ti, boba. Sé de sobra que no lo mereces.
Es por mí. Por la idea que algunos procuramos mantener de nosotros mismos. Algo
que, mientras te veo entrar en esa librería que de tan poca utilidad parece
serte, me hace sonreír con absoluto desprecio.