lunes, 19 de noviembre de 2018

Un simple abrazo puede reducir significativamente el estrés y evitar que enfermes

Si alguien ha tenido un mal día o ha sufrido algún tipo de conflicto estresante en el trabajo o en el día a día, basta con que un buen amigo le dé un fuerte abrazo para que el estrés se reduzca, según sugiere un nuevo estudio publicado en Plos One.


Un abrazo antes de que se desahogue

Un compañero viene a desahogarse contigo: ha tenido un mal día. ¿Cómo puedes consolarle? ¿Invitándole a una cerveza? ¿Dejando que hable sobre el problema? No está mal, pero en la lista quizá habría que incluir darle un abrazo.

Es lo que sostiene Michael Murphy, un psicólogo de la Universidad Carnegie Mellon, en Pittsburgh: si las personas que reciben abrazos regularmente pueden gestionar mejor el estrés y los conflictos.

Algunos investigadores han argumentado que muchas de las conductas que utilizamos para apoyar a otras personas que están estresadas podrían ser contraproducentes porque estas conductas podrían comunicar involuntariamente que esas personas son competentes para gestionar el estrés.

Murphy y su equipo entrevistaron a 404 hombres y mujeres todas las noches durante dos semanas. Durante estas entrevistas, a los participantes se les hizo una simple pregunta de sí o no, si alguien los había abrazado ese día, y una simple pregunta de si o no sobre si habían experimentado un conflicto o tensión con alguien ese día.

También se les hicieron preguntas sobre sus interacciones sociales, cuántas interacciones sociales tuvieron ese día, y respondieron preguntas sobre estados de ánimo positivos y negativos.

Del mismo modo, cuanto más a menudo abrazaban las personas, menor era la probabilidad de caer enfermo, incluso entre personas que con frecuencia tenían interacciones tensas. En otras palabras, tanto el apoyo social como los abrazos evitan el debilitamiento del sistena inmunitario.

Curiosamente, el apoyo social puede ser beneficioso tanto para el donante como para el receptor. Investigadores en UCLA
escanearon los cerebros de los participantes mientras sus parejas recibían descargas eléctricas junto a ellos. Si los participantes tomaban la mano de sus compañeros durante el experimento, se activaban las regiones cerebrales asociadas con la atenuación del miedo. Este hallazgo indica que ofrecer apoyo social a través del contacto físico les permitió enfrentar mejor la experiencia estresante. Murphy sí añade esta advertencia:

"Nuestros hallazgos no deben tomarse como evidencia de que las personas deberían comenzar a abrazar a cualquiera que se sienta angustiado. Un abrazo de un jefe en el trabajo o un extraño en la calle no se puede considerar consensuado ni positivo."

 
 
 

jueves, 8 de noviembre de 2018

No pasa nada, se puede



No se llama Asun, pero da igual. O a lo mejor es verdad que se llama Asun. Podría llamarse de cualquier modo. Nació en un pueblo de Extremadura. Es morena, con el pelo largo. Muy eficaz en su trabajo. A los diecipocos, sin demasiados estudios ni perspectiva laboral alguna, se casó con un hijo de puta que a los pocos meses, cuando quedó embarazada de su primer hijo, empezó a pegarle. Todo fue a más con el paso del tiempo: palizas, maltrato verbal, reproches que ella encajaba con sumisa resignación. Qué otra cosa podía hacer, me cuenta. Estaba educada para eso. Para aceptar que él tenía razón porque traía el dinero a casa, y yo no era nadie: la que cocinaba, planchaba y paría hijos. En plural, pues ya teníamos el segundo. La que lo necesitaba a él para vivir, y le estaba obligada en todo. ¿Dónde iba a ir, si no? Sin él no era nada. Eso era lo que yo misma me decía mientras soportaba aquello. Él me daba un hogar, y sin él no era nada.
Asun recuerda todo eso por algo que ocurrió hace unos días. Y para entenderlo hay que saber lo que le pasó antes. Yo sé lo que pasó, pues la conozco hace veinticinco años, así que no necesito que me lo cuente otra vez. Sé del infierno que vivió atemorizada, indecisa, atrapada en la trampa sin poder, o creyendo que no podía, valerse por sí misma. Denunciar a un marido, en aquel tiempo y en su ambiente, era algo impensable. O dejarlo. Ni se le pasaba por la cabeza. Incluso creía, de buena fe, ser culpable de cuanto ocurría. Hasta que al fin, después de otra paliza, incapaz de soportar más, cogió a sus dos hijos pequeños y se fue. Primero al pueblo, con sus padres. Después buscó una casa y un trabajo. Algo humilde, claro, pues a los veintiocho años no tenía preparación para nada, o eso creía ella.
Hizo un poco de todo. Fregó suelos, lavó platos, sirvió en cafeterías, pintó paredes. Poco a poco fue pagando el alquiler, la luz, el agua, las cosas de los críos. Empezó a salir adelante. Llegaba a casa destrozada a las tantas, y entonces se ocupaba de lavar, planchar, cocinar para sus hijos. Los ratos que tenía libres, agotada, se sentaba a ver Sálvame o uno de esos programas frívolos. Era una mujer curiosa, sin embargo. No le interesaba la política, no votaba, pero leía algunos libros, novelas sencillas que iba alineando en los estantes de su casa. Trabajo, televisión, algún libro. Los críos crecieron, empezaron a ser ellos mismos. También Asun creció y fue ella misma. Afirmó sus ideas, su visión del mundo. Aprendió a gozar de la soledad tanto como de la compañía. Tuvo un novio, buena persona, que quería casarse, o vivir juntos, pero ella se negó. Había aprendido. Descubría libertades insospechadas, y estaba a gusto con ellas. Nada de volver atrás.
Al fin, su trabajo se estabilizó. A fuerza de constancia, competencia y honradez, consiguió seguridad social y salario fijo. Una situación razonable, primero, y estable al fin, que le dio la tranquilidad necesaria. Los hijos volaron solos. Siguió con su tele los fines de semana, con sus novelas –románticas, históricas– de vez en cuando, siempre que no fueran muy pesadas. Pudo ahorrar y viajó un poco. Y un día, al mirarse al espejo, se estudió con extraña curiosidad, cayendo en la cuenta de que aquella joven tímida y asustada, la que creyó depender de un hombre para toda la vida, hacía tiempo que se había desvanecido para dejar sitio a la que ahora la contemplaba desde el espejo. Una mujer distinta. Madura, serena. Libre.
Y me cuenta, al fin, lo del otro día. Cuando estaba en su coche esperando a su hija y observó que en otro aparcado cerca un hombre le pegaba a una mujer joven. Discutían y él le pegaba. De pronto se vio allí otra vez, treinta años atrás. Salió del coche sin pensarlo. Salió, me cuenta, corriendo hacia ellos. El hombre la vio venir, arrancó el automóvil y se fue con la mujer a la que maltrataba. Y recordándolo, Asun se queda pensativa y al fin encoge los hombros. No iba a hacerles nada, dice. Sólo quería contarle algo a ella, a la mujer. Asomarme a la ventanilla y decirle: «No pasa nada, vete. No tienes por qué aguantar. Te aseguro que no pasa nada, de verdad. Si de verdad quieres, puedes irte. Yo lo hice, y te juro que se puede».
 
Tras contármelo, Asun encoge otra vez los hombros. Siente no haber llegado a tiempo para decir eso a la mujer: «No pasa nada, chiquilla, se puede. No es el fin del mundo, sino el principio del mundo». Después me mira y mueve la cabeza. «Lo mismo puedes escribirlo tú, ¿no?… Puede que así lo lea ella, o alguna otra. Quizá de esa manera oigan lo que quise decir».
 
Y bueno. Aquí me tienen ustedes. Escribiéndolo.

Idiotas sociales



Hace poco, una jovencísima estudiante española colgó en Twitter una fotografía suya, vestida con unas ceñidas mallas negras y un top que en realidad era un sucinto sujetador de medio palmo de anchura, con el siguiente texto: Mi colegio es un retrógrado de mierda, me han echado de una clase por ir así vestida y echando la culpa a que luego se escandaliza todo por que no veas como estamos con que si miran las tetas y el culo xdddd putos retrógradxs. Y, bueno. Como ocurre en las redes sociales, eso dio lugar a muchos comentarios; unos a favor, solidarizándose con ella, y otros en contra, poniéndola de tonta y bajuna para arriba. La chica no era de las que se arrugan, y se defendió como gato panza arriba; si no con prodigios de sintaxis ni ortografía, sí con mucho aplomo, sin disminuirse un palmo. Y, en mi opinión, ahí estuvo lo interesante. En sus argumentos.
La idea general era que ella no había hecho nada malo. Que enseñar el cuerpo en clase no sólo no era malo, sino que era positivo: Claro que hay menores en el instituto y muy pequeños/as, pero ahí esta el error, al menos bajo mi punto de vista; si no se les enseña desde pequeños a normalizar un cuerpo en general.. que se lo vas a imponer con 20 años. Ésa fue una de las respuestas a sus detractores: normalizar el cuerpo. Lo argumentaba con la honrada convicción de estar en lo cierto y defender sus derechos ante mentes estrechas, anticuadas, viejunas. Apelaba a la libertad individual, a la necesidad de que la sociedad cambie sus puntos de vista, al ineludible futuro. Para ella, sentarse entre sus compañeros de ambos sexos con tres palmos de cuerpo desnudo al aire y una tirita de tela en torno al busto era un acto de libertad que ningún reglamento escolar tenía derecho a vulnerar. Mi cuerpo es mío y lo enseño donde me parece, era el asunto. Para la próxima me pongo uno más corto y pantalones mucho más cortos; no es mi problema que ustedes sexualixeis algo que es normaaaaallll,zanjaba irreductible, utilizando además con razonable soltura el punto y coma, algo poco frecuente en chicos de su generación.
La cosa me dejó un raro malestar: la certeza de que hay cosas en las que la sociedad europea, occidental o como queramos llamarla ahora, ha perdido el control de sí misma. Quizá sea difícil explicarlo y habrá quien no lo comprenda; pero creo que, sobre los razonamientos de esa chica, lo que inquieta es el aplomo con que los formulaba. Su seguridad de estar en lo cierto. Paradójicamente, yo habría preferido de ella una respuesta tan bajuna como el atuendo; algo como Me visto así para ir al kole porque me saaaale del chocho. Habría sido, en mi opinión, un argumento tranquilizador, rutinario, propio de una pedorra de baja estofa, de ésas que la telebasura consagra como modelos a imitar. Lo que me desazona es que la chica en cuestión razonaba bastante bien, aplicándose argumentos probados para otros menesteres y que a un joven de su edad deben parecer irrebatibles: libertad, orgullo, modernidad, cambio, futuro. Que alguien con mínimo sentido común pudiera preguntarle, como réplica, si ella iría a comer a un restaurante donde los camareros sirvieran en tanga, o se casaría con su novio yendo ambos en bragas y calzoncillos es lo de menos. Lo grave es que esa jovencita creía tener razón. Por eso me estremeció su aterradora honradez argumental. Y también me dio escalofríos comprobar –tendrá unos padres que la vean vestirse así para el instituto– que mucha gente comparte su opinión. Es, para entendernos, una idiota no intelectual sino social. Una idiota con argumentos, apoyada por otros idiotas, igualmente honrados, que la aplauden y justifican.
 
Asusta, y a eso iba, la ausencia de remordimientos, de complejos, de sentido del decoro o el ridículo. La ignorancia de que a veces, con determinadas actitudes, se falta el respeto a los demás. Ocurre como con el patán que el otro día, en un avión, no contento con ir en pantalón corto mostrando los pelos y varices de las piernas, se quitó las sandalias y me impuso sus pies descalzos como repugnante compañía durante dos horas y media de vuelo. Si me hubiese vuelto hacia él para ciscarme en su puta madre, me habría mirado con asombro, sin comprender. Era otro idiota social, inocente como tantos. Incapaz de verse en un espejo crítico y comprender lo que es y lo que simboliza. Sobre ese particular, recuerdo que un amigo maestro llamó la atención a un alumno por escupir al suelo en clase y éste replicó, sorprendido: «¿Qué tiene de malo?». Mi amigo me dijo que se quedó bloqueado, incapaz de responder. «¿Qué podía yo decirle? –comentaba–. ¿Cómo iba a resumirle allí, de golpe y en pocas palabras, tres mil años de civilización?».

Que todos queden atrás


Me lo comenta Javier Marías después de cenar, cuando se fuma el segundo cigarrillo en la terraza del bar Torre del Oro, en la Plaza Mayor de Madrid. Estamos sentados, disfrutando de la noche, cuando me habla del artículo que tiene previsto escribir uno de estos días. ¿Te has dado cuenta –dice– de que en los últimos tiempos está de moda destruir la imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria? Pienso un poco en ello y le doy la razón. Pero no sólo en España, respondo. Ocurre en toda Europa, o más bien en lo que aún llamamos Occidente. Destruir a quienes fueron respetables o respetados. Derribar estatuas y bailar sobre los escombros. Es como una necesidad reciente. Como una urgencia.
 
Javier menciona nombres. No se trata ahora tanto, dice, de reivindicar a las muchas mujeres a las que la historia dejó en la oscuridad, ni de atacar a las conocidas, pues con ellas se atreven menos –aunque les llegará el turno–, como de ensombrecer biografías masculinas. Alfred Hitchcock, indiscutible genio del cine, pasó hace poco por eso: misógino, sádico, despótico. La película con Anthony Hopkins lo dejaba, además, como un idiota. De Gaulle tuvo lo suyo hace unos años, y ahora le toca a Churchill. El más brillante político de la Segunda Guerra Mundial, el que hizo posible que Europa resistiera a los nazis, aparece como un cretino en las películas que se han hecho sobre él.
 
Mientras damos un paseo antes de despedirnos, le paso revista a España. No se trata ya de Churchill, Hitchcock o De Gaulle, pues no los tuvimos; pero sí de quienes destacaron por sus actos o talla intelectual. Cierto es que en demoler reputaciones aquí tenemos solera: Olavide, Moratín, Jovellanos, Blasco Ibáñez, Unamuno, Chaves Nogales y tantos más. Incluso quienes fueron decisivos en la historia reciente: Suárez, Fraga, Carrillo, González. Pocos escapan a la máquina de picar carne, la necesidad de restar méritos, de rebajarlos según la tendencia, como dice Javier, de no admirar nunca a nadie. No se trata tanto de desmitificar como de destruir. Nada existe que no pueda ser violado, como decía Cicerón. Nadie merece ya respeto por su inteligencia o biografía. Cualquier analfabeto apesebrado en una formación política, cualquier cantamañanas nacido ayer, cualquier director de cine o periodista ágrafos hasta el disparate, cualquier tarugo con Twitter, cuestiona sin complejos a quienes ni podría rozar en talento, honradez o prestigio. Y acto seguido, centenares de imbéciles, tan ignorantes como él, asienten con la estólida gravedad de los tontos solemnes.

Tengo una teoría personal sobre eso. Y digo personal, así que no hagan responsable a Javier –en bastantes líos lo meto ya–, sino a mí. Del mismo modo que antes se admiraba a hombres y mujeres por su mérito, ahora unos y otros molestan. El talento incomoda como nunca. Los mediocres, los acomplejados, los bobos, necesitan que la vida descienda hasta su nivel para sentirse cómodos, y es destruyendo la inteligencia y ensalzando la mediocridad como están a gusto. En España, el talento real está penalizado. Convierte a quien lo posee en automáticamente sospechoso. De ahí a la nefasta palabra élite, tan odiada, sólo media un paso, claro. Y la palabra fascista está a la vuelta de la esquina.
¿Creen que exagero?… Echen un vistazo a los colegios, a los niños. Lo he escrito alguna vez: todo el sistema educativo actual está basado en aplastar la individualidad, la inteligencia, la iniciativa, el coraje y la independencia. En destruir a los mejores, con reproches incluidos a los padres: Luisa no habla con sus compañeras y prefiere leer, Alberto levanta demasiado la mano, Juan no juega al fútbol ni se integra en trabajos de equipo. Etcétera. Todo se orienta a rebajarlos al nivel de los más torpes, convirtiéndolos en rebaño sin substancia. No se busca ya que nadie quede atrás, sino que todos queden atrás. 
Ganarán los mediocres, no cabe duda. Suyo es el futuro, y se nota mucho. A ellos pertenece un mundo que los imbéciles –ni siquiera hay malvados en esto–, asistidos por sus cómplices los cobardes, fabrican a su imagen y semejanza. Por eso es tan admirable el tesón de quienes resisten: chicos, profesores, padres. Los que se mantienen erguidos y libres en estos tiempos de sumisión, rodillas en tierra y cabeza baja. Los que siguen necesitando referentes a los que admirar, nutrirse de libros, cine, ciencia, historia, literatura y cuanto sirva para obtener vitaminas con las que sobrevivir en el paisaje hostil que se avecina. Lecciones inolvidables de inteligencia y de vida.


La tierra de nadie


Ocurrió en 1938, en plena Guerra civil. El abuelete que me contó la historia murió hace once años. Digamos, por decir algo, que se llamaba Juan Arascués. Era bueno contando: breve, conciso, seco, sin adornos. Un hombre honrado con poca imaginación, pero que sabía mirar. Y recordar. Era uno de esos aragoneses pequeños y duros, de montaña y pueblo. Era de Sabiñánigo, o de un pueblo de allí cerca, donde el viento y el frío cortaban el resuello. Había trabajado desde los doce años en el campo, con sus hermanos, más tarde en una fábrica de Barcelona, y luego había vuelto al campo. Cuando estrechaba tu mano, te raspaba. Tenía las palmas tan encallecidas que podía tener en ellas, decía riéndose, un trozo de carbón encendido sin que le doliera.

Yo preparaba una novela que luego no escribí, y charlé con él varias veces. Y un día, al hilo de no sé qué, salió el asunto: la Guerra Civil. La había hecho muy joven, con los nacionales; porque, dijo, fueron los primeros que llegaron a su pueblo. «Si no hubieran sido ésos –contaba–, habrían sido los otros, como le pasó a mi hermano mayor». El hermano, en efecto, estaba en Barbastro, o en Monzón, un sitio de por allí, y fue reclutado por los republicanos sin que se volviera a saber de él. A Juan le dieron un máuser y una manta y lo mandaron al frente. Primero combatió a lo largo de la línea de ferrocarril de Belchite y luego en un sitio llamado Leciñena, del que se acordaba muy bien porque su compañía perdió mucha gente y él se llevó un rebote de bala en un muslo que se le infectó y lo tuvo tres semanas viviendo como un cura –fueron sus palabras exactas– en la retaguardia.
Acabó en las trincheras de Huesca, donde apenas llegado cumplió diecinueve años. El frente se había estabilizado por esa parte, la ciudad se mantenía en manos de los nacionales, y los fuertes ataques republicanos para intentar aislarla, muy duros al principio, fueron reduciéndose en intensidad. Juan recordaba un ataque de las brigadas internacionales; un duro combate tras el que se fusiló a varios prisioneros rojos «porque eran extranjeros y nadie les había dado vela en nuestro entierro». Después de eso, su sector se mantuvo estable hasta casi el final de la guerra. Era una guerra de posiciones, de trincheras, con el enemigo tan cerca que los contendientes podían hablarse. En los ratos de calma, que no eran pocos, se gritaban insultos, se leían los periódicos de uno y otro lado, y a veces, con altavoces, ponían música, cantaban jotas, coplas y cosas así. También intercambiaban noticias de sus respectivos pueblos, pues a cada lado había soldados que eran paisanos y hasta vecinos. Más de una vez, contaba Juan, dejaron, en un sitio determinado de la tierra de nadie, tabaco, librillos de papel de fumar y latas de conservas que se pasaban entre ellos.

Una mañana, apoyado en los sacos terreros con la culata del fusil en la cara, Juan oyó preguntar desde el otro lado si había allí alguien de su pueblo. Gritó que sí y preguntaron el nombre. Lo dijo, hubo un silencio y al cabo una voz emocionada respondió: «Juanito, soy Pepe, tu hermano». Entre lágrimas, y también entre el silencio respetuoso de los compañeros, los dos cambiaron noticias de ellos y de la familia. Los soldados lo miraban incómodos, contaba. Como avergonzados de estar allí con fusiles. Al día siguiente, tras pensarlo toda la noche, Juan fue en compañía de un sargento a ver a su capitán y le pidió permiso para ver al hermano. Excepto algún paqueo de rutina, el frente estaba tranquilo. Ya se habían encontrado otras veces rojos y nacionales en la tierra de nadie. Sólo pedía diez minutos. «Júrame que no vas a pasarte», le dijo el jefe. Y Juan sacó la crucecita de plata que llevaba en el pecho y la besó. «Se lo juro por esto, mi capitán».
Se vieron dos días más tarde, tras ponerse de acuerdo de trinchera a trinchera. Juan salió de la suya con los brazos en alto. Nadie disparó. Anduvo unos treinta metros y, junto al muro derruido de una casa, llorando a lágrima viva, se abrazó con su hermano. Hablaron durante diez minutos, fumaron juntos y volvieron a llorar al despedirse. Tardarían siete años en volver a verse. Y cuando Juan regresó a su trinchera, los compañeros sonreían y le daban palmaditas en la espalda. Aquel día, nadie disparó ni un solo tiro. «Era buena gente», me contaba Juan, entornados por el humo de un cigarrillo los ojos que se humedecían al recordar. «Los de uno y otro lado, hablo en serio. Estaban allí con sus fusiles en una y otra trinchera, brutos como ellos solos, sucios, egoístas, crueles como te hace la guerra… Pero de verdad eran buenos hombres».