Me lo comenta Javier Marías después
de cenar, cuando se fuma el segundo cigarrillo en la terraza del bar Torre del
Oro, en la Plaza Mayor de Madrid. Estamos sentados, disfrutando de la noche,
cuando me habla del artículo que tiene previsto escribir uno de estos días. ¿Te
has dado cuenta –dice– de que en los últimos tiempos está de moda destruir la
imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria? Pienso un poco en
ello y le doy la razón. Pero no sólo en España, respondo. Ocurre en toda
Europa, o más bien en lo que aún llamamos Occidente. Destruir a quienes fueron
respetables o respetados. Derribar estatuas y bailar sobre los escombros. Es
como una necesidad reciente. Como una urgencia.
Javier menciona nombres. No se trata
ahora tanto, dice, de reivindicar a las muchas mujeres a las que la historia
dejó en la oscuridad, ni de atacar a las conocidas, pues con ellas se atreven
menos –aunque les llegará el turno–, como de ensombrecer biografías masculinas.
Alfred Hitchcock, indiscutible genio del cine, pasó hace poco por eso:
misógino, sádico, despótico. La película con Anthony Hopkins lo dejaba, además,
como un idiota. De Gaulle tuvo lo suyo hace unos años, y ahora le toca a
Churchill. El más brillante político de la Segunda Guerra Mundial, el que hizo
posible que Europa resistiera a los nazis, aparece como un cretino en las
películas que se han hecho sobre él.
Mientras damos un paseo antes de
despedirnos, le paso revista a España. No se trata ya de Churchill, Hitchcock o
De Gaulle, pues no los tuvimos; pero sí de quienes destacaron por sus actos o
talla intelectual. Cierto es que en demoler reputaciones aquí tenemos solera:
Olavide, Moratín, Jovellanos, Blasco Ibáñez, Unamuno, Chaves Nogales y tantos
más. Incluso quienes fueron decisivos en la historia reciente: Suárez, Fraga,
Carrillo, González. Pocos escapan a la máquina de picar carne, la necesidad de
restar méritos, de rebajarlos según la tendencia, como dice Javier, de no
admirar nunca a nadie. No se trata tanto de desmitificar como de
destruir. Nada existe que no pueda ser violado, como decía Cicerón. Nadie
merece ya respeto por su inteligencia o biografía. Cualquier analfabeto
apesebrado en una formación política, cualquier cantamañanas nacido ayer,
cualquier director de cine o periodista ágrafos hasta el disparate, cualquier
tarugo con Twitter, cuestiona sin complejos a quienes ni podría rozar en
talento, honradez o prestigio. Y acto seguido, centenares de imbéciles, tan
ignorantes como él, asienten con la estólida gravedad de los tontos solemnes.
Tengo una teoría personal sobre eso.
Y digo personal, así que no hagan responsable a Javier –en
bastantes líos lo meto ya–, sino a mí. Del mismo modo que antes se admiraba a
hombres y mujeres por su mérito, ahora unos y otros molestan. El talento
incomoda como nunca. Los mediocres, los acomplejados, los bobos, necesitan que
la vida descienda hasta su nivel para sentirse cómodos, y es destruyendo la
inteligencia y ensalzando la mediocridad como están a gusto. En España, el
talento real está penalizado. Convierte a quien lo posee en automáticamente
sospechoso. De ahí a la nefasta palabra élite, tan odiada,
sólo media un paso, claro. Y la palabra fascista está a la
vuelta de la esquina.
¿Creen que exagero?… Echen un vistazo
a los colegios, a los niños. Lo he escrito alguna vez: todo el sistema
educativo actual está basado en aplastar la individualidad, la inteligencia, la
iniciativa, el coraje y la independencia. En destruir a los mejores, con
reproches incluidos a los padres: Luisa no habla con sus compañeras y prefiere
leer, Alberto levanta demasiado la mano, Juan no juega al fútbol ni se integra
en trabajos de equipo. Etcétera. Todo se orienta a rebajarlos al nivel de los
más torpes, convirtiéndolos en rebaño sin substancia. No se busca ya que nadie
quede atrás, sino que todos queden atrás.
Ganarán los mediocres, no cabe duda. Suyo es el futuro, y se nota mucho.
A ellos pertenece un mundo que los imbéciles –ni siquiera hay malvados en
esto–, asistidos por sus cómplices los cobardes, fabrican a su imagen y
semejanza. Por eso es tan admirable el tesón de quienes resisten: chicos,
profesores, padres. Los que se mantienen erguidos y libres en estos tiempos de
sumisión, rodillas en tierra y cabeza baja. Los que siguen necesitando
referentes a los que admirar, nutrirse de libros, cine, ciencia, historia,
literatura y cuanto sirva para obtener vitaminas con las que sobrevivir en el
paisaje hostil que se avecina. Lecciones inolvidables de inteligencia y de
vida.
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