Ocurrió en 1938, en plena Guerra
civil. El abuelete que me contó la historia murió hace once años. Digamos, por
decir algo, que se llamaba Juan Arascués. Era bueno contando: breve, conciso,
seco, sin adornos. Un hombre honrado con poca imaginación, pero que sabía
mirar. Y recordar. Era uno de esos aragoneses pequeños y duros, de montaña y pueblo.
Era de Sabiñánigo, o de un pueblo de allí cerca, donde el viento y el frío
cortaban el resuello. Había trabajado desde los doce años en el campo, con sus
hermanos, más tarde en una fábrica de Barcelona, y luego había vuelto al campo.
Cuando estrechaba tu mano, te raspaba. Tenía las palmas tan encallecidas que
podía tener en ellas, decía riéndose, un trozo de carbón encendido sin que le
doliera.
Yo preparaba una novela que luego no
escribí, y charlé con él varias veces. Y un día, al hilo de no sé qué, salió el
asunto: la Guerra Civil. La había hecho muy joven, con los nacionales; porque,
dijo, fueron los primeros que llegaron a su pueblo. «Si no hubieran sido ésos
–contaba–, habrían sido los otros, como le pasó a mi hermano mayor». El
hermano, en efecto, estaba en Barbastro, o en Monzón, un sitio de por allí, y
fue reclutado por los republicanos sin que se volviera a saber de él. A Juan le
dieron un máuser y una manta y lo mandaron al frente. Primero combatió a lo
largo de la línea de ferrocarril de Belchite y luego en un sitio llamado
Leciñena, del que se acordaba muy bien porque su compañía perdió mucha gente y
él se llevó un rebote de bala en un muslo que se le infectó y lo tuvo tres
semanas viviendo como un cura –fueron sus palabras exactas– en la retaguardia.
Acabó en las trincheras de Huesca,
donde apenas llegado cumplió diecinueve años. El frente se había estabilizado
por esa parte, la ciudad se mantenía en manos de los nacionales, y los fuertes
ataques republicanos para intentar aislarla, muy duros al principio, fueron
reduciéndose en intensidad. Juan recordaba un ataque de las brigadas
internacionales; un duro combate tras el que se fusiló a varios prisioneros
rojos «porque eran extranjeros y nadie les había dado vela en nuestro
entierro». Después de eso, su sector se mantuvo estable hasta casi el final de
la guerra. Era una guerra de posiciones, de trincheras, con el enemigo tan
cerca que los contendientes podían hablarse. En los ratos de calma, que no eran
pocos, se gritaban insultos, se leían los periódicos de uno y otro lado, y a
veces, con altavoces, ponían música, cantaban jotas, coplas y cosas así.
También intercambiaban noticias de sus respectivos pueblos, pues a cada lado
había soldados que eran paisanos y hasta vecinos. Más de una vez, contaba Juan,
dejaron, en un sitio determinado de la tierra de nadie, tabaco, librillos de
papel de fumar y latas de conservas que se pasaban entre ellos.
Una mañana, apoyado en los sacos
terreros con la culata del fusil en la cara, Juan oyó preguntar desde el otro
lado si había allí alguien de su pueblo. Gritó que sí y preguntaron el nombre.
Lo dijo, hubo un silencio y al cabo una voz emocionada respondió: «Juanito, soy
Pepe, tu hermano». Entre lágrimas, y también entre el silencio respetuoso de
los compañeros, los dos cambiaron noticias de ellos y de la familia. Los
soldados lo miraban incómodos, contaba. Como avergonzados de estar allí con
fusiles. Al día siguiente, tras pensarlo toda la noche, Juan fue en compañía de
un sargento a ver a su capitán y le pidió permiso para ver al hermano. Excepto
algún paqueo de rutina, el frente estaba tranquilo. Ya se habían encontrado
otras veces rojos y nacionales en la tierra de nadie. Sólo pedía diez minutos.
«Júrame que no vas a pasarte», le dijo el jefe. Y Juan sacó la crucecita de
plata que llevaba en el pecho y la besó. «Se lo juro por esto, mi capitán».
Se vieron dos días más tarde, tras
ponerse de acuerdo de trinchera a trinchera. Juan salió de la suya con los
brazos en alto. Nadie disparó. Anduvo unos treinta metros y, junto al muro
derruido de una casa, llorando a lágrima viva, se abrazó con su hermano.
Hablaron durante diez minutos, fumaron juntos y volvieron a llorar al
despedirse. Tardarían siete años en volver a verse. Y cuando Juan regresó a su
trinchera, los compañeros sonreían y le daban palmaditas en la espalda. Aquel
día, nadie disparó ni un solo tiro. «Era buena gente», me contaba Juan,
entornados por el humo de un cigarrillo los ojos que se humedecían al recordar.
«Los de uno y otro lado, hablo en serio. Estaban allí con sus fusiles en una y
otra trinchera, brutos como ellos solos, sucios, egoístas, crueles como te hace
la guerra… Pero de verdad eran buenos hombres».
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