Se me acaba de caer otro mito, oigan. Uno más. El asunto, esta
vez, es que en mi acrisolada ingenuidad tenía la convicción de que infiltrar
policías en bandas de atracadores, traficantes, terroristas y gente así, era un
asunto que se llevaba en el más absoluto secreto. Estrictamente confidencial,
vamos. Lo pensaba no por haberlo visto en el cine, que también, sino por
experiencia propia. En mis tiempos de reportero tuve ocasión de conocer a
varios de esos serpicos. Recuerdo a uno que estuvo dentro de una peligrosa
banda de atracadores, jugándose el pescuezo, hasta que los trincaron a todos en
un atraco en el que él conducía el coche. Y de otro que, en un final muy a la
española, estuvo dentro de un comando de ETA hasta que lo llamó su jefe a las
cuatro de la mañana para decirle: «Pírate de ahí ciscando leches, porque mañana
sale tu nombre y tu foto en un reportaje de Interviú».
Creía, como digo, que eso de infiltrar maderos o picoletos entre
los malos era una cosa delicada, que por razones obvias se llevaba a cabo con
discreción extrema. Siempre supuse que un comisario, tras observar el
comportamiento y condiciones humanas de uno de sus elementos o elementas
–también conocí a una infiltrada que trabajó en Melilla y tenía más ovarios que
el caballo de Espartero–, le echaba el ojo y lo preparaba para el asunto, o
éste se presentaba voluntario porque le iba la adrenalina, la marcha o la pasta
a cobrar. En cualquier caso, que todo se llevaba a cabo con la clandestina
opacidad necesaria. Sin embargo, me equivocaba. Errado andaba. Porque esto es
España, oigan. La del telediario. El paraíso de los ministros de Interior
bocazas y de los tontos del ciruelo.
¿Adivinan ustedes cómo se recluta en España a policías para
infiltrarlos entre delincuentes y terroristas? Pues sí, lo han adivinado:
mediante convocatorias públicas que además salen en los periódicos. «Interior
selecciona a 40 policías para infiltrarlos en grupos criminales», titulaba
sin complejos un diario hace un par de semanas. A continuación exponía los
criterios de selección –idiomas, pruebas psicotécnicas y psicológicas– y luego,
eso es lo más bonito, detallaba en qué iba a consistir la tarea de quienes
superasen tales pruebas: identidades falsas, negocios y empresas pantalla,
vehículos con matrículas chungas y cosas así. Y para rematar, señalaba
objetivos concretos: tráfico de órganos, trata de seres humanos, secuestro,
prostitución, narcotráfico, pederastia en Internet, terrorismo y otros palos.
Todo un programa de infiltración, como ven. Bien desmenuzado, a fin de que no
haya dudas. Un alarde admirable de transparencia informativa, para que luego no
vayan diciendo que en España no lo sometemos todo a la luz y el escrutinio
públicos. Aunque si uno rasca, siempre encuentra algún resabio fascista por
ahí; como cuando, para completar tan necesaria información, uno de los diarios
que publicaron la noticia preguntó a la Policía cuántos agentes encubiertos hay
en activo –los ciudadanos y ciudadanas españoles y españolas tienen derecho y
derecha a saber–, pero el portavoz policial, en un censurable acto de
oscurantismo predemocrático franquista, se negó a dar esa información.
Por lo menos, ahora sabemos que habrá cuarenta más de los que hay. Algo
es algo.
Dicho lo cual, no sé a qué esperan los políticos. A qué aguardan
los cancerberos de nuestra integridad moral para entablar un debate parlamentario
sobre el asunto. Para preguntar cómo y por qué, en flagrantes usos policiales
del pasado, se infiltra pasma encubierta en grupos malevos; para pedir una
lista de sus nombres y apellidos y comprobar si cumple el concepto de igualdad,
con tantos infiltrados como infiltradas; para establecer hasta qué punto eso no
atenta contra los derechos de los que, aunque nos pese, también deben gozar los
delincuentes, a los que –buscando siempre su reinserción y nunca la venganza
social, que es mala, Pascuala– debemos combatir cara a cara y a la luz del día,
con limpias prácticas democráticas y no con tenebrosos subterfugios y engaños
propios de otras épocas. No sé a qué esperan, insisto, para tener allí largando
al ministro Zoido, que con ese verbo ágil que tanto bien hace siempre a los
cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado a los que dirige y representa, nos
tranquilice al respecto, el artista. Porque infiltrados, sí, vale. De acuerdo.
Pero con convocatoria oficial, luz y taquígrafos, y dentro de un orden.
Creo haberlo escrito ya alguna vez; pero, con su permiso, vuelvo a
escribirlo ahora: en España llevamos mucho tiempo siendo gilipollas por encima
de nuestras posibilidades.