miércoles, 17 de febrero de 2016

Fabricar una oreja con células y una impresora 3D

Científicos estadounidenses logran construir en el laboratorio pabellones auriculares tan reales como las de verdad

Una oreja nueva, flexible e igual que la real en tres meses. Un grupo de bioingenieros y médicos de la Universidad de Cornell (Estados Unidos) han creado una oreja artificial sumando dos de las tecnologías más prometedoras: la impresión en 3-D y la ingeniería de tejidos.

La técnica está pensada para reparar una malformación congénita llamada microtia que hace que los niños nazcan sin pabellón auricular o con una oreja muy pequeña y deforme. Los tratamientos para reconstruirla son largos y conllevan numerosas cirugías.
A cambio, los investigadores estadounidenses proponen implantar una oreja fabricada en el laboratorio tan natural como la real porque se repuebla con células del propio paciente. Además de niños con deformidades, podría ser útil en personas que sufren daños irreparables en el pabellón auricular por cáncer o traumatismos.
Se trata de un nuevo paso en la regeneración de tejidos y órganos de laboratorio que los científicos estadounidenses describen en la revista «PLOS ONE».

Para ver si era posible la construcción de una estructura de hueso de tamaño humano, se imprimieron fragmentos de hueso de la mandíbula utilizando células madre humanas, con el tamaño y la forma necesaria para la reconstrucción facial en los seres humanos. Se implantaron segmentos impresos del hueso del cráneo en ratas y tras cinco meses, las estructuras bio-impresas habían formado tejido óseo vascularizado.
 
 
El primer paciente en tres años
Para fabricar estas «bio orejas», Lawrence Bonassar y su equipo empezaron con una imagen digital en tres dimensiones de una oreja humana y convirtieron esa imagen en un modelo real, gracias a una impresora en 3-D. Rellenaron ese molde de un gel de alta densidad de la consistencia de una gelatina, desarrollado por la Universidad de Cornell. Así consiguieron un andamiaje perfecto sobre el cual hacer crecer el cartílago con células del propio paciente.
 
 
 
Según Bonassar, el proceso es rápido: se necesita medio día para diseñar el molde, un día o dos para imprimirlo, 30 minutos para inyectar el gel, y 15 minutos más tarde ya se tiene una réplica exacta del pabellón auricular. Después se introduce en medios de cultivo celular durante varios días para que crezca el cartílago y sea igual que una oreja natural. En total, unos tres meses para conseguir una oreja casi natural y sin riesgo de rechazo porque se repuebla con las células del propio paciente.
El mejor momento para implantar una oreja de bioingeniería en un niño sería sobre los de 5 o 6 años de edad, cuando las orejas están al 80 por ciento de su tamaño adulto. Si se detecta su total seguridad en el futuro y las pruebas de eficacia funcionan, se podría realizar el primer implante humano en un oído en tan sólo tres años.
 
«Esta nueva impresora de tejidos y órganos es un avance importante en nuestro objetivo de fabricar tejido de repuesto para pacientes», explica Anthony Atala, director del Instituto de Medicina Regenerativa del Wake Forest (WFIRM, sus siglas en inglés).
 
Según el experto, la «bioimpresora 3D» puede fabricar «tejido estable a escala humana de cualquier forma y tamaño», lo que permitiría «imprimir tejido vivo y estructuras de órganos para la implantación quirúrgica».
Para este trabajo, el WFIRM ha contado con financiación del Instituto de Medicina Regenerativa de las Fuerzas Armadas estadounidenses, que aspira a aplicar esta tecnología en soldados heridos en combate, dada la escasez de donantes de tejidos para implantes.
La precisión de esta nueva impresora 3D significa que, en un futuro próximo, se podría replicar fielmente los tejidos y órganos más complejos del cuerpo humano.
De momento, recuerdan los investigadores, las impresoras actuales, ya sean de inyección, láser o de extrusión, no pueden reproducir estructuras que tengan el tamaño o la solidez necesaria para ser implantadas en el cuerpo.

Einstein no se equivocó; las ondas gravitacionales existen

En un anuncio que conmociona el mundo de la astronomía, un grupo de científicos afirmó este jueves que detectó por fin las ondas gravitacionales que repercuten en el continuo espacio-tiempo que Albert Einstein pronosticó hace un siglo.
Un anuncio que conmociona al mundo de la astronomía. Las ondas gravitacionales previstas por Albert Einstein en 1916 con su teoría de la Relatividad han sido observadas en modo directo, lo que abre un escenario de descubrimientos sin precedentes sobre el universo.

El descubrimiento de estas ondas, creadas por colisiones violentas de objetos celestiales masivos, entusiasma a los astrónomos debido a que abre las puertas a una nueva manera de observar el cosmos. Para ellos es como convertir una película muda en otra sonora debido a que estas ondas son la banda sonora del universo.

"Hasta ahora habíamos puesto nuestros ojos en el cielo y no podíamos oír la música", comentó el astrofísico Szabolcs Maraka, de la Universidad de Columbia, miembro del equipo descubridor. "Los cielos nunca lucirán igual".
Un equipo estelar de astrofísicos empleó un nuevo equipo de mil 100 millones de dólares, el Observatorio Interferómetro de Ondas Gravitacionales (LIGO por sus siglas en inglés) para detectar una onda gravitacional causada por la colisión de dos agujeros negros a mil 300 millones de años luz de la Tierra.

Para interpretar los datos, los científicos tradujeron la onda en sonido. En una conferencia de prensa reprodujeron el sonido que oyeron el 14 de septiembre y resultó apenas perceptible.

Algunos físicos compararon el hallazgo con el descubrimiento en 2012 del bosón subatómico de Higgs, llamado a veces la "partícula de Dios". Algunos consideran que la nueva comprobación es todavía más importante.

"Solo es comparable con el momento en que Galileo tomó el telescopio y observó los planetas", afirmó Abhay Ashtekar, físico teórico de Penn State, que no participó en el descubrimiento. "Nuestra comprensión de los cielos ha cambiado notablemente".

Las ondas gravitacionales, postuladas primero por Albert Einstein en 1916 como parte de la Teoría General de la Relatividad, son ondas diminutas que ondulan el continuo del espacio-tiempo, la cuarta dimensión. Cuando chocan objetos masivos como agujeros negros o estrellas de neutrón, emiten ondas gravitacionales por el universo.


Los científicos hallaron pruebas indirectas sobre la existencia de las ondas gravitacionales en los años 70, mediante mediciones computarizadas que indicaron cambios minúsculos en las órbitas de dos estrellas en colisión, y ese trabajo fue uno de los reconocidos con el Premio Nobel de física de 1993. Pero el anuncio del jueves confirma una detección directa, lo que constituye una gran diferencia.

"Una cosa es saber que existen las ondas sonoras, y otra es oír la Quinta Sinfonía de Beethoven", afirmó Marc Kamionkowsi, un físico de la Universidad John Hopkins que no formó parte del equipo del descubrimiento. "En este caso oímos de hecho la fusión de agujeros negros".

Detectar las ondas gravitacionales es tan difícil que cuando Einstein las postuló teóricamente consideró que los científicos nunca llegarían a oírlas. La sensibilidad del instrumental es decisiva debido a que el estiramiento y estrechamiento del espacio-tiempo causados por las ondas gravitacionales es casi insignificante. Esencialmente, LIGO detecta ondas que estiran y estrechan toda nuestra galaxia Vía Láctea "por el espesor de un pulgar", afirmó Chad Hanna, de la Universidad Estatal de Pennsylvania.

El LIGO tiene dos enormes brazos perpendiculares de más de 3.2 kilómetros (2 millas) de largo. Un rayo láser es dividido y viaja por ambos brazos, rebotando en espejos para retornar a la intersección de ambos brazos. Las ondas gravitacionales estiran los brazos para producir una diferencia minúscula —inferior a una partícula subatómica— en la localización de las dos partes del rayo láser. Esa divergencia es la que registra el instrumental.

AIRO la botella que no se queda sin agua

¿Se imagina un botella que fabrique agua? Pues este es el invento de Kristof Retezár, un joven austriaco que diseñó este dispositivo pensando en los deportistas y viajeros. Con energía solar entra en funcionamiento un filtro que aspira el aire de su alrededor , condensa el vapor de agua y poco a poco se recarga de líquido la botella, es capaz de filtrarla y eliminar los contaminantes.
 
Fontus es la compañía que está desarrollando esta novedosa botella que decidieron nombrar ‘Airo’. Además cuenta con otra presentación, la cual trae un aditamento que se puede poner en una bicicleta para recoger agua mientras se sale a pasear.
 
Los usos ecológicos y sociales de esta iniciativa son incontables, pues en estos momentos de sequía podrían ser de utilidad este tipo de dispositivos.
 
Por ahora Kristof quiere reunir los fondos necesarios para llevar este producto al mercado en otoño. El precio aproximado será de 100 dólares por cada ‘Airo‘. Una grandiosa alternativa para los deportistas y aventureros, no temerán quedarse sin agua.
 
La captación de agua desde el aire es un método que se ha practicado por más de 2000 años. La atmósfera de la Tierra contiene constantemente alrededor 13.000 km3 de agua dulce parcialmente sin explotar.
 
 
El proyecto Fontus fue un intento por descubrir estos recursos. Fontus se inventó para llevar una forma alternativa de recoger agua potable en regiones donde la sequía y el agua contaminada son un gran problema. bicicletas, como el medio más generalizado en el mundo, especialmente en los países en desarrollo , parecía ser el perfecto vehículo para combinar con la invención.
 
 
Fontus RYDE Y AIRO podría ser una forma inteligente de adquirir agua dulce en regiones donde las aguas subterráneas son escasas pero la humedad del aire es alta. Podrían trabajar como un pozo de agua móvil, por ejemplo para proporcionar agua para un niño todo el día mientras permanece en la escuela.

En el futuro veremos más colores que ahora


Nuestros ojos se basan en tres colores: rojo, azul y verde. En función del nivel de estimulación de cada uno de ellos, vemos un color u otro. Si se estimulan más los rojos que los verdes, por ejemplo, aparece el naranja en nuestro cerebro. Pero en el futuro próximo tal vez podamos registrar más colores que ahora, colores que permanecen invisibles para la especie humana.
 
 
Tras una única inyección de un tercer pigmento, los ratones ya disponen de visión tricromática. Esta técnica quizá cure del daltonismo a las personas que lo sufren en muy poco tiempo.
 
Sin embargo, lo más interesante es especular con la idea de que incrementaremos nuestra propia visión al introducir un receptor ultravioleta como el de las abejas. O poseeremos visión decacromática (diez receptores diferentes), como el que tiene la langosta mantis.
 
La mantis marina utiliza 12 fotorreceptores para ver el color y los cuatro restantes para detectar la luz ultra violeta y polarizada. Por otra parte, su visión trinocular les proporciona una capacidad de ver en profundidad mucho mejor que la nuestra.
 
Estos cambios podrían ser antinaturales, pero no por ello son necesariamente malos. Mejorar nuestros sentidos nos convertirá en una especie mejor de lo que dispuso la naturaleza por el mero azar. Tal y como abunda en ello Juan Scaliter en su libro Exploradores del futuro:
 
"Homo evolutio es un homínido que directa y deliberadamente controla su evolución y la de otras especies. Esta nueva especie somos nosotros."
 
Llegar a esta supervisión quizá sea difícil, e implique el uso de ojos biónicos. Nuestro poder de resolución es en individuos sanos de 1,75mm a 6 metros, y mejorar esa resolución se enfrenta a limitaciones biológicas que están asociadas a la forma de nuestros ojos y cómo están conectados a nuestro cerebro. La única opción posible, en este caso, es ampliar una imagen artificialmente.
 
El Argus II fue uno de los primeros ojos biónicos en recibir la aprobación de Europa y la FDA americana para ser probado en humanos. Algunos de los ojos artificiales más prometedores son el Argus Retinal Prosthesis, el MVIP o el ASR. Como el Argus, el MVIP conecta el nervio óptico, a través de la retina, con una cámara externa que transmite la señal. El ASR, por su parte, es un ingenioso implante que sustituye la retina dañada.
 
Veremos (más que nunca) cómo evoluciona todo ello, y los primeros en verse favorecidos por esta tecnología serán los invidentes.

viernes, 5 de febrero de 2016

Minutos de silencio y besitos chorras



A veces uno se pregunta cómo es posible que las cosas sensatas, razonables, tarden tanto en arraigar, cuando lo hacen, o se pierdan de la manera más boba, y sin embargo cualquier gilipollez se imponga con pasmosa facilidad, cunda y se haga moda y costumbre, con todos los cantamañanas del mundo practicándola encantados. Cada cual tendrá su lista, supongo. Ustedes la suya y yo la mía. Menos los tontos, claro. Porque a ésos no hay tontería que se lo parezca, y se apuntan con entusiasmo a lo que sea. Y cuando una estupidez toma cuerpo en ese territorio, ya no hay cristo que se libre de ella; pues, como dijo no me acuerdo ahora quién, cuando un tonto sigue un camino, se acaba el camino pero sigue el tonto. Y como dijo otro -que tampoco me acuerdo ni tengo gana de levantarme a mirarlo-, a un tonto no hay manera de convencerlo de que deje de serlo, porque para eso hay que bajar a su nivel. Y en ese nivel, los tontos son imbatibles. Sobre todo en España.
Los minutos de silencio, por ejemplo. Es costumbre antigua, cuando sobreviene una desgracia, que en determinados lugares o reuniones se guarde un minuto de silencio en memoria de los fallecidos. Eso está bien, porque demuestra sensibilidad, dolor y respeto. En España, sin embargo, eso del minuto se les queda corto a muchos. Sesenta segundos de inmovilidad y silencio, parecen opinar, no expresan de modo adecuado el inmenso dolor y respeto que sienten. Así que ahora está de moda guardar no uno, sino tres o cinco minutos de silencio. Y hace poco, en no sé qué corporación municipal, se guardaron hasta diez. O por ahí. Prueben ustedes a quedarse quietos cinco minutos pensando en algo doloroso, y ya me dirán el resultado. El aburrimiento. Pero da igual. La cosa estriba en demostrar al mundo, a ser posible con cámaras de televisión delante, que puestos a sentir desconsuelo y solidaridad, a los españoles no nos supera nadie en sensibilidad tácita. Que para silencios emotivos, los nuestros. Y así se dan, cada vez con más frecuencia, esas penosas escenas de un montón de concejales, o diputados, o alumnos de tal institución o colegio, callados e inmóviles con los brazos cruzados y las caras serias, mirando el reloj de reojo durante casi un cuarto de hora, mientras los de la segunda o tercera fila, que se les ve menos, aprovechan para echar un vistazo a los teléfonos móviles. Para demostrar que a todos nos duele de cojones.

Otra gilipollez que se ha impuesto de modo aterrador es la de los besos. Desde siempre, uno da la mano a las personas a las que acababa de conocer y reserva el beso para las personas queridas, o para aquellos con quienes les une mucho afecto o confianza. Pero ahora, en cuanto te ponen a alguien delante, vas y lo besas. O viceversa. Generalmente, y eso es lo curioso del asunto, es el varón quien se inclina a besar a la otra persona, si ésta es mujer. Y ella, en vez de extender con firmeza la mano y mantener al imbécil a la distancia adecuada a la que saluda una señora consciente de serlo, se deja besuquear, encantada. O lo parece. No entre gente de confianza, ojo, ni en ambientes juveniles ni amistosos, donde besarse es muy natural, sino entre gente mayor y en cualquier circunstancia. Smuac, smuac. Por no mencionar a los políticos. Y además, eso del osculeo sobreviene en las situaciones más absurdas. Llegas y dices, aquí Fulano, aquí Mengana, y el pavo va y le calza a la señora, automáticamente, un beso en cada mejilla, como si se conocieran del colegio o hubieran tenido rollo antes. O ella, que también, pone la cara para que se la besen aunque sea la farmacéutica y hayas ido a comprarle aspirinas. Me sorprende que las más ultrarradicales feministas, tan sensibles para otras idioteces, no se indignen con eso. Con que al saludar los hombres las besen a ellas, pero se den la mano entre ellos. Más machista, imposible. Creo.
Siempre recordaré la cara de un buen amigo mío, francés de toda la vida, hombre elegante y correctísimo, cuando al llegar a un restaurante madrileño salió a recibirnos un pavo con el nombre bordado en la camisa, que tuteándonos sin habernos visto antes en su puta vida, le estampó a su legítima dos besos sonoros en las mejillas antes de que ninguno pudiéramos evitarlo. «¿Por qué besa usted a mi mujer?», le preguntó el francés, entre molesto y sarcástico. Y el otro, confuso, sin entender un carajo, lo miraba como si fuera un marciano. Entonces me acordé de una frase que solía decir mi abuelo -que era un caballero nacido en 1890- cuando alguien se le dirigía de forma grosera o mal educada: «Debe de creer que hemos guardado juntos cerdos en la misma cochinera».

El mendigo del perro



Lo conozco desde hace muchos años, siete u ocho por lo menos, un día en el que pasé por su lado y lo vi de pie junto a sus habituales cartones cerca de la Plaza Mayor de Madrid, interrogando a la gente que pasaba. Me han quitado a mi perro, decía angustiado. Lo dejé aquí para ir ahí enfrente, y ya no está. Alguien se lo ha llevado. Y lo tengo con vacunas y con todo en regla. Su zozobra era auténtica, sincera, así que me detuve e hice lo que pude por ayudarlo. Preguntamos por la zona, hablé con unos guardias municipales. Después tuve que irme, tras intentar tranquilizarlo. Ya verá como aparece, le dije. Si lo hubieran atropellado, se sabría. Seguro que está por ahí cerca, rondando a alguna perra, o viviendo un poco su vida. Y los guardias han prometido ocuparse de eso. Me fui sin poder olvidar su gesto desesperado, ni sus últimas palabras: «Es mi compañero, no podré dormir hasta que lo encuentre». Volví a pasar por allí dos o tres días después, y el perro -un chucho negro, grande y apacible- estaba allí con él, como si tal cosa. «Lo trajeron los guindillas -dijo-. Se lo había llevado un hijo de puta».


Desde entonces, cada vez que paso por el lugar donde suele estar sentado sobre sus cartones, a menudo leyendo algún diario arrugado o un libro muy ajado y de páginas amarillentas mientras el perro apoya el hocico en sus piernas, me detengo a charlar un rato con él. Luego suelo darle un billete de cinco o diez euros, según los días. Para el pienso del chucho, digo, procurando así no ofenderlo y que lo acepte con naturalidad. Y él se lo guarda sin decir nada y me estrecha la mano. No sé si bebe, pero nunca lo he visto hacerlo, ni trazas de eso. Es un hombre inteligente y educado, sobre los cuarenta años largos, que tuvo una vida anterior muy distinta, de la que sin embargo nunca habla. Tampoco le he preguntado jamás cuál es su nombre, ni él me lo ha dicho. Lo llamo amigo y él me llama don Arturo. Conversamos sobre la calle, el frío del invierno y el calor del verano, el libro que está leyendo o los ciudadanos que hacen cola en el cajero automático que tiene cerca. A veces sale el tema de la política y los políticos -«Son todos iguales, don Arturo; gente que no tiene perros, y se les nota»-, y hace un par de años tuvo una frase gloriosa. Fue cuando los indignados tenían tomada la Puerta del Sol y aquello era una verbena, con todos los mendigos de Madrid sumados a la fiesta, confraternizando entre litronas. Le pregunté cómo era que no iba también allí, que estaba a dos pasos, y respondió muy serio: «Ahí no hay más que chusma, así que vamos a no mezclar». Y otro día que anduve por allí con Darío Villanueva, director de la Real Academia, me detuve como siempre a saludarlo; y al día siguiente, cuando pasé de nuevo, me dijo, orgulloso «Ayer fue demasiado, don Arturo. Dos académicos parados delante de mi perro y mis cartones». 


En los últimos tiempos estuve una temporada sin verlo por allí. Ni perro, ni nada. Desaparecido. Me extrañó, después de tantos años. Pensé que había cambiado de sitio, o de ciudad. Y lo eché de menos, pues aquel lugar de la calle no era el mismo sin él. Hasta que al fin, hace pocos días, una tarde a última hora, yendo a cenar a la Taberna del Capitán Alatriste de mi amigo Félix Colomo, lo vi de nuevo. El mendigo estaba de nuevo en el sitio de siempre, leyendo sentado sobre cartones con las piernas cruzadas y el perro lamiéndole una mano a lengüetazos. Me paré a saludarlo, gratamente sorprendido. Se puso en pie y charlamos un rato. Había estado de viaje, dijo. Cosas de familia. No quise indagar, por miedo a ser indiscreto; pero él, tras pensarlo un poco, dijo: «Fui a ver a mi hija». Debió de verme cara de sorpresa, porque tras un silencio añadió. «Hacía muchos años que no la veía, y ahora ha cumplido los dieciocho». Lo dijo de una forma extraña, casi confidencial, con un eco de ternura que nunca le había yo advertido en la voz. Y qué tal fue el encuentro, pregunté. Se quedó callado otro instante. «Salió bien -dijo al fin-. Mejor de lo que pensaba, porque la verdad es que fui con miedo. Me gasté lo poco que tenía, pero valió la pena». Y entonces, tras una breve indecisión, sacó una cartera mugrienta, y de ella una fotografía que puso en mis manos: una chica jovencita con la cabeza apoyada en el hombro de un individuo al que apenas reconocí: afeitado, limpio, con el pelo peinado hacia atrás, una camisa bien planchada y en la boca una sonrisa que nunca le había visto antes. La del hombre que fue, supuse; la del que por unos días había vuelto a ser junto a su hija. «Es guapísima», comenté, devolviéndole la foto. Y él asintió sereno, orgulloso, mientras volvía a guardarla en la cartera.